ETA: nada de lo que alegrarse
Si hay que dar voz a alguien es a las víctimas, por mucho que molesten a quienes están desesperados por pasar página para escribir su propio relato
Algunos han querido convertir la disolución de ETA en una cuestión sentimental. Hay quienes patrullan calles, redes y platós escudriñando las reacciones de la gente: toca alegrarse, y si no te alegras de la noticia, entonces es que algo ocultas. Se trata de una forma de control autoritario, similar a aquellos que te reprochan que denuncies la penuria en Venezuela con todos los casos de corrupción que hay en España.
Bien, pues yo no me alegro. No lo hago porque, cuando pienso en ETA, pienso en aquellos a los que secuestraron y extorsionaron, y que siguen llevando el miedo a cuestas; en aquellos a los que hirieron y mutilaron, ya para siempre marcados física y moralmente; en aquellos a los que asesinaron, que no recuperarán la vida. Y en las familias y amigos de todos ellos. Ese dolor no se acaba hoy, ni se acabará mañana. La democracia puede ofrecer una reparación parcial e insuficiente a través de la justicia. ETA, en cambio, no tiene casi nada que ofrecer, y lo poco que tiene, se lo guarda, pues se niega a colaborar con la justicia democrática en el esclarecimiento de los más de trescientos crímenes sin autor, y por tanto, sin condena.
Y luego está el daño político y social, las heridas que no se cierran porque algunos no quieren, porque los herederos políticos de los terroristas tratan de rentabilizar las largas décadas de crímenes. Esta es la cuestión desde que ETA se vio obligada a dejar de matar y lo seguirá siendo muchos años. Los terroristas no matan por matar (aunque haya auténticos psicópatas entre ellos), matan para imponerse. Arnaldo Otegi es la prueba viviente de que ahora creen que pueden imponerse por otra vía. Esto no debe suceder.
No voy a comentar su último acto propagandístico, no voy a descender a analizar las palabras con las que anuncian su disolución. Si hay que dar voz a alguien es a las víctimas, ellas sí deben ser escuchadas, por mucho que molesten a quienes están desesperados por pasar página para escribir su propio relato. El lenguaje terrorista resulta siempre ofensivo porque, cuanto más tratan de disimular su indecencia, más se destaca. Que dejen un retén, un último comando, para vigilar lo que ellos llaman “su legado” es una muestra más de su incapacidad para la vida democrática. Y nos hace temer que con la disolución no llegue el final de su putrefacta retórica, de sus infectos “comunicados”. Si pudiéramos estar seguros de que, al menos, ya no volveremos a escucharlos, entonces, y sólo entonces, sí podría decir que hay un pequeño motivo para alegrarse.
Beatriz Becerra es vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).
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