Una mujer
Las instituciones y los individuos no siempre evolucionan a la misma velocidad que la sociedad
Me gustaba mucho aquello que sostenía Chesterton cuando afirmaba que deberíamos poder compartir el dolor de un hombre al que han insultado, no porque nos hayan insultado antes, sino porque somos hombres como él. Y que también deberíamos sentir empatía por un mendigo, no porque sea un mendigo, sino simplemente porque es un hombre. Suena sencillo, ¿verdad? Y sin embargo todo esto queda olvidado cuando analizamos la sentencia que ha condenado a los jóvenes que se autodenominan La Manada, por abusos cometidos contra una chica en un portal de Pamplona durante los sanfermines de hace dos años. La indignación popular aspira a corregir la conclusión de la sentencia, no su redactado, porque en las cabezas de una gran parte de la población no cabe admitir otra verdad que la de la agresión sexual, apoyada en la intimidación por número, fuerza y situación.
Mal hacen la prensa y los políticos en sumarse por coqueteo a esa visceralidad que niega la independencia judicial, que es un fundamento del Estado. Basta comprobar que ante las mismas imágenes grabadas, en apariencia objetivas, dos jueces sostienen una visión y el tercero, otra muy distinta. Los integrantes de la pandilla no dieron signo de partir con culpa ni de regresar a la fiesta nacional con un mínimo remordimiento. Habían consumado lo que habían ido a hacer entre las espumas del jolgorio y el vapor alcohólico. Negar que en un proceso existan matices y se expresen es negar la esencia del Derecho. El problema que observamos quizá consiste en que las instituciones y los individuos no siempre evolucionan a la misma velocidad que la sociedad. Y el lamento de la sociedad española es hoy el lamento por la ocasión perdida.
Ocasión perdida para de una vez por todas compartir la sensibilidad de las mujeres y no de ponerla en cuestión. Nadie despojaría de su humanidad a una muchacha en mitad de una noche de fiesta si compartiera las emociones de esa mujer como propias. No hace falta preguntarse si esos hombres hubieran tratado así a su madre o a su hermana, no es el vínculo sanguíneo el que debe garantizar el respeto. Ni tan siquiera probar a imaginarse uno mismo como el que es conducido al portal por la manada y sometido a ese ritual de encierro y abuso coronado por el absoluto desprecio. Tan solo es preciso que de una vez por todas nos traslademos de verdad al corazón de la mujer vejada. Pero no porque sea la joven de 18 años indefensa, confusa y sola en aquel banco de la calle de Pamplona, sino porque sencillamente es una mujer. Una mujer como nosotros.
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