‘El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares’ | Cuidado con las alergias
La norma en la guardería es clarísima: no puede entrar comida una vez cruzada la puerta principal
Si habéis viajado a Estados Unidos, recordaréis su aduana, con esos policías gigantescos y muy armados que rebuscan en tus maletas pensando que llevas el típico jamón para vender en el mercado negro.
Este mismo fenómeno, sin las armas, claro, se produce en las escuelas infantiles. La norma es clarísima: no puede entrar comida una vez cruzada la puerta principal.
¿Es que estamos en un concierto o partido donde las profesoras pretenden tener el monopolio de los perritos calientes y enriquecerse a costa de la hambruna de nuestros hijos? No. Sólo quieren salvarles la vida a los críos alérgicos.
No es que “esté de moda” ser alérgico, pero ahora en cada clase hay niños que no pueden acercarse al huevo, a la lactosa, al gluten, a los frutos secos... (y no añado chistes, tipo “alérgicos a Alfred Hitchcock”, por ejemplo, porque el tema es serio y hay un peligro real).
No sé si las generaciones anteriores también lo éramos y cuando los peques caían enfermos con convulsiones simplemente se pensaba que estaban poseídos, o si con la basura industrial que comemos estamos mutando a todos.
Los niños, incluso los que no quieren cenar en casa después de haberle dedicado media hora a preparar su comida sana y nutritiva, tienen el impulso de recolectar, probar y engullir cualquier cosa que encuentren en el suelo. Como policías que mojan el dedo en el paquete de heroína para comprobar si es pura. Y por eso, media galleta abandonada en una chaqueta colgada dentro de clase, las típicas migas que llenan el asiento del cochecito o el bote de frutos secos para picar que algunos llevamos en la bolsa del carrito pueden iniciar una situación de alarma, si el niño alérgico tiene las manos largas.
Todos los padres nos hemos preocupado de que los críos no se traguen monedas, chinchetas y pilas, pero nadie piensa en esta extensión alérgica del videojuego a menos de que su hijo sea uno de los afectados. Y a veces no hace falta ni que lo ingieran, porque sólo con tocar un plato donde haya restos de su kriptonita, su cuerpo puede producir una reacción peligrosa.
Como mi hija eso aún no lo entiende, cada vez que se lleva el desayuno para tomarlo por el camino y no se lo acaba antes de llegar a la puerta, o me espero con paciencia a que le dé la gana de acabárselo o lo engullo yo de golpe para no perder más tiempo. (El amor paterno también se demuestra haciendo de camión escoba y acabándose bollitos manoseados, chupados y con baño especial de mocos invernales.)
Convirtámonos pues en guardianes nutricionales, para facilitarle la vida a los afectados, que no sólo son los niños, sino sus familiares, y las profesoras y encargadas del comedor, que además de lidiar con 20 críos llenos de energía, tienen que vigilar que no se intercambien cubiertos, vasos o ingredientes que pueden convertirse en veneno.
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