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Columna
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Un nuevo gendarme global

El derrocamiento de Mugabe, primer golpe de Estado en África con permiso de Pekín

Lluís Bassets
Soldados controlan una carretera en Harare, capital de Zimbabue, el 15 de noviembre de 2017.
Soldados controlan una carretera en Harare, capital de Zimbabue, el 15 de noviembre de 2017. Tsvangirayi Mukwazhi (AP)

La geopolítica, como la naturaleza, tiene horror al vacío. Cuando desaparece o se retira una superpotencia suele aparecer otra que aspira a realizar idénticas funciones de estabilización. A veces, la inercia dificulta la identificación de estos fenómenos e incluso su visibilidad, debido al desplazamiento del centro de gravedad y también del ángulo de visión, de forma que es más difícil percibir los cambios desde las capitales occidentales que desde las grandes urbes de Asia o de Oriente Próximo.

Este es el caso de uno de los acontecimientos de mayor trascendencia ocurrido en África a finales de 2017 como fue el derrocamiento del dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, de 93 años, en el poder durante 37 años, desde la independencia, y déspota grotesco, respetado todavía por algunos como héroe de la descolonización africana, a pesar del fracaso económico en que sumió a su país y de la corrupción y la crueldad de su dictadura.

A nadie se le escapa que se trataba de uno de los autócratas más veteranos del planeta, el de mayor edad, aunque no el más longevo, puesto que Teodoro Obiang, 75 años, presidente vitalicio y de hecho propietario de Guinea Ecuatorial, lleva ya más de 38. El detalle que pocos percibieron fue el papel jugado por China en la conspiración que terminó con su presidencia aunque no con el régimen. Hace falta leer publicaciones como Jeune Afrique, el semanario francófono de referencia para asuntos africanos, para enterarse de que este ha sido “el primer golpe de Estado realizado con la aprobación e incluso fomentado por Pekín”.

Las autoridades chinas lo han desmentido, a pesar de que sus intereses e inversiones en Zimbabue proporcionan suficientes argumentos a quienes piensan que Pekín ha empezado a actuar con reflejos de gendarme global, en buena correspondencia con el vacío que está dejando la retracción occidental, y concretamente de los Estados Unidos de Trump.

La vinculación entre China y el régimen de Harare es fundacional. La guerra fría dentro de la Guerra Fría entre Moscú y Pekín se saldó en Zimbabue con una victoria de la guerrilla prochina, que encabezaba Mugabe, y en la que ya participaron los dos hombres fuertes que ahora le han derrocado, el general y actual vicepresidente Constatino Chiwenga y el entonces vicepresidente destituido y ahora presidente autonominado, Emmerson Mnangagwa, veteranos ambos de la liberación.

Es seguro que el general Chiwenga estaba en Pekín unos días antes del golpe y hay especulaciones acerca de un viaje secreto del Cocodrilo, el apelativo popular con que se conoce a Mnangagwa, el actual presidente, entonces destituido y huido a Sudáfrica. Aunque a las autoridades chinas no les complazcan las comparaciones con el pasado imperialista europeo o estadounidense, el régimen chino se ha convertido en buena parte de África en el principal factor de estabilidad y de crecimiento, de forma que los titulares del poder local no tienen más remedio que pedirle autorización antes de tomar una decisión trascendente como echar del poder a un viejo amigo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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