Desinhibición y estilismos extremos: las nocheviejas adolescentes de toda la vida
Es la versión española del baile de fin de curso americano. Alquilar un local, apuntarse a un cotillón o salir, directamente, a lo que surja
Sabina Urraca tenía catorce años cuando se quitó las bragas porque le molestaban en la fiesta de la plaza de un pueblo de Tenerife. Sin bragas, se subió a bailar a un muro. Mucha gente debió de darse cuenta y llegó a percatarse de que dos chicos estaban flipando desde abajo pero no le importó. Ella estaba a lo suyo, bailando Why can't we be friends, de Smash Mouth. A mí también me gustaba Smash Mouth.
Donde otros jóvenes tienen programada la fiesta de graduación, la de prom, como momento de tránsito vital, aquí resulta muy clásica la excusa de la Nochevieja para romper ciertas cadenas con la niñez, para experimentar con sensaciones desconocidas. Lo más rompedor que hice yo la primera vez que salí de casa por mi cuenta después de cenar en Fin de Año fue ponerme un vestido negro que me habían prestado, un abrigo de cuero un poco Mátrix, maquillarme mucho y soltarme el pelo bien encrespadito. Fui a una fiesta que se celebraba en un bar del barrio en la que ningún asistente era mayor de edad. El plan no pasó de tostón, aunque recuerdo haber bailado más de una vez un éxito de Miami Sound Machine y entre eso y el estilismo futurista me di por satisfecha.
Adara Sánchez vivió un tipo de desfogue similar. Asistió a su primera fiesta, que se celebraba en un sótano, "con una falda de pana marrón por debajo de la rodilla y unos pendientes muy largos de cuentas naranjas que yo me había hecho. Mi maquillaje consistía en una raya verde sobre el párpado con un lápiz acuarelable mojado y pellizcarme las mejillas. Me quedé toda la noche junto al radiocassete poniendo canciones que me gustaban. No ligué nada y no hablé demasiado con nadie, pero bailé muchísimo". La estampa de Adara bailando apartada me conmueve hasta los tuétanos.
Nos vamos de cotillón
La verdadera sensación de fiesta de prom parece obtenerse a través del cotillón a lo grande. Discoteca, serpentina, dress code, vestidos historiados, tacones insufribles, trajes grandes y hasta barra libre. Nunca he estado en una celebración así, pero me han contado algunas cosas. A los dieciséis años, Isabel asistió a esta clase de cotillón masivo con un vestido de lycra blanco, plataformas y dos amigas. Se emborracharon muy rápido y decidieron que la diversión más genuina de la noche la iban a sacar de besar a cuantos más chicos mejor a lo largo de la discoteca. Lo conseguían con uno nuevo, se quedaban unos minutos y pronto salían corriendo en busca del siguiente. Dos de ellas vomitaron, una en la propia pista de baile y otra en la calle. Todas volvieron a casa andando con los zapatos en la mano porque no fueron capaces de encontrar un taxi. Madre mía, con el frío que se pasa buscando taxi.
Lo más atractivo de esta fiesta tan cara y elaborada que requiere que te presten por primera vez una chaqueta y que no sea de tu talla es cómo acaba la pandilla, el resultado final, la obra de arte.
Hemos alquilado un local
Siempre admiré este plan, es cómodo, práctico, cunde porque normalmente alquilas el espacio para más días y da para muchas historias. El problema, a menudo, reside justo ahí. Vi a la policía aparecer para intervenir en un local alquilado por unos chicos de mi barrio que a 26 de diciembre ya habían acabado mucho más borrachos de lo que los vecinos podían soportar. Alrededor de sus dominios sonaban Maná, Prodigy y sonidos animalescos todo el día.
En 1999 Rosa Ponce y algunas amigas más habían pagado para ir a una fiesta que se iba a celebrar en un garaje al lado de su casa, en Castilleja de la Cuesta: "Era el típico local que habían alquilado los guays para toda la semana de Navidad, así que había varias fiestas los días de antes. No conocíamos a nadie y nos invitaron de rebote. El día 28 hicieron una fiesta de disfraces, hubo una pelea con navajazos y nos cerraron el local, así que la primera fiesta mía fue en casa de una de mis amigas, nosotras solas. Al año siguiente fuimos al mismo garaje y nos fue bien con el vodka con limón en la esquinita".
Los excesos al alcance son muchos. La apariencia, la bebida, la comida: "Una amiga trajo a nuestro local huevos rellenos de su cena. Ella los iba ofreciendo sin parar casi cayéndose con los tacones y al final nos los comimos todos. Acabamos potando cuatro personas, se distinguía que era el mismo tipo de vómito perfectamente. Al rato, ya de día, me lié con ella", me cuenta Juan Carlos, que fue uno de los que vomitó.
Lo que surja
Beatriz Lobo conoció también el doble exceso de vomitarse el vestido y de la primera experiencia sexual gracias al carácter explosivo del fin de año. Durante esa noche extraña en la que parece reinar el imperativo de que algo te tiene que pasar, a veces se tienen ideas inesperadas que, gracias a la valentía del momento y a la sensación engañosa de que todo el mundo está haciendo lo mismo, te conducen a terrenos divertidos pero a menudo pantanosos.
Ana Sanfrutos recuerda así su primera gran noche de aventura: "Atuendo del Bershka estupendo y abrigo de mi madre, el abrigo de mi hermano era de mi padre, de los setenta. Anduvimos mi hermano y yo dos kilómetros hasta el pueblo e hicimos botellón en una casuchita, Billantine's con Coca Cola a muerte. Luego me escapé cieguísima con un chico y nos enrollamos en un pozo que había. Después para la casa otros dos kilómetros por la carretera".
Para pasarlo bien hay que esforzarse. Que se lo digan a Manuela, que se escapó de casa a los dieciséis años, se dio un golpe en la cadera de un susto que la hizo caerse de culo y se fue a otra ciudad con un novio que tenía entonces, a una casa con amigos: "A la vuelta se nos estropeó el coche y nos quedamos tirados. Lo tuvimos que arrastrar. Cogimos un tren a Valencia y, cuando llegué, fui directa al hospital porque me dolía mucho la cadera, pero me hicieron esperar tanto que me entraron ganas de hacer caca. Me llamaron justo a mitad del proceso, me hicieron una radiografía y se veía la caca a punto de salir. Me echaron un broncazo."
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.