_
_
_
_
Tentaciones
_
LO QUE HAY QUE VER

Estrés y fobia social: esto es lo que pasa si intentas no celebrar la Navidad

Este año he dado la espalda a las fiestas navideñas y ahora las echo un poco de menos. “Yo también”, asegura mi madre al teléfono

Intuyo que el sentido original de la Navidad es, como resulta habitual en las costumbres humanas, el de la supervivencia. Todo el mundo participa porque en teoría es una actividad bonita y útil. ¿A quién no le gustan los regalos, los adornos, comer bien junto a sus seres queridos y colocar luces de colores? Pues, concretamente, a dos de cada cinco españoles. Quizá sean más. O menos. No lo sé. Solo sé que ese es el dato que ofrece el estudio publicado esta semana por una compañía de superación personal que –vete tú a saber cuál es su método y muestra- afirma que los festejos navideños provocan “fobia social, estrés y auto exigencia, tristeza repentina y compras compulsivas”.

Yo entiendo que el solsticio de invierno, con o sin sentimiento religioso, es la ocasión perfecta para reunirse, afianzar lazos y engordar un poco con vistas a los meses fríos y negros que acaban de comenzar. Pero la tradición, en un sentido o en otro, pesa cada día más, y que el solsticio es una celebración mastodóntica que se degusta en todo tipo de hogares. Os aseguro que a mí me valen todas las excusas para montar una fiesta. Pero esto no está bien planteado. Es un chantaje emocional por parte del sistema cada vez más retorcido, más plasta. Así que este año estoy probando a saltármelo. Ni decoración, ni regalos, ni familia.

Coaching Club arroja datos como que este año “ha aumentado un 25% el número de pacientes que acude a terapia por los trastornos que provocan estas fechas” y cita los desórdenes alimenticios, problemas económicos y malhumor como algunos de los principales problemas que sufren estas personas.

LA LOCURITA DE DICIEMBRE

“No te puedes imaginar lo harta que estoy de dar vueltas por las tiendas, es un infierno, y me quiero morir con lo que me estoy gastando”, me contaba una amiga hace unos días, y yo me sentía afortunada de no podérmelo imaginar del todo, al menos no este año, porque no me he pasado por allí. En total ella tenía que hacer más de veinte regalos. Y luego las comidas. “Qué asco, anoche me volví a pelear con mi hermano en la cena”, se lamentaba María la mañana del veinticinco de diciembre.

No quiero ser una gruñona y me consta que hay familias que torean los inconvenientes con mucho encanto, que disfrutan del proceso. Yo también lo he hecho, es muy entretenido. Pero también muy cansado a varios niveles y, al menos para mí, esté donde esté, bastante raro. La sensación de repaso y el bombardeo de estampas navideñas que no se parecen a la tuya te acaban confundiendo. Esta Nochebuena, mi edificio estaba completamente vacío. Era agobiante saber que sobre este trozo de tierra, en esta franja horaria absurda, casi todo el mundo estaba haciendo más o menos lo mismo a la vez. Me sentía una espectadora opaca de todas las casas del país.

“No importa que ‘Last Christmas’ sea una de mis canciones favoritas. Es un momento de quebradura psicológica, estrés colectivo, tristezas repentinas, compromisos forzados y fobia social”

Para Clara ponerse triste en esta fecha es una constante: "Siento que no tengo nada que celebrar, que todo es un absurdo sinsentido. Pagaría por poder dormirme y despertar cuando toda esta vorágine de felicidad impuesta haya finalizado". Es un momento de quebradura psicológica, estrés colectivo, tristezas repentinas, compromisos forzados y fobia social. No importa que Last Christmas sea una de mis canciones favoritas, demasiados imperativos rodean la situación. Y no sé qué es más raro, si estar fuera o estar dentro.

¿HAY ESCAPATORIA?

Como hemos hablado, en teoría me gustan los festejos, pero este en concreto me tiene ya aburrida. Desde fuera veo que la gente se sacrifica mucho a mi alrededor, están exhaustos. Y el caso es que ahora que no estoy participando porque así lo he querido, echo un poco de menos el proceso. “Yo también”, asegura mi madre al teléfono, “y no veas el coraje que me da, porque a mí esto me importa un pepino así de grande”. En torno a la Navidad se crean tantas expectativas que es fácil que resulte un tiempo insatisfactorio y cruel, un desastrillo particular.

Están esos hogares cálidos y alegres, con un árbol frondoso y canciones y gente que se lo pasa bien. Luego hay un montón de testimonios de personas atrapadas por el espíritu navideño, ese trol traidor, que se sienten obligadas a cumplir con un montón de requisitos estresantes. “Al final es muy bonito y me vale la pena”, concluía mi amiga, la reina de las compras, “pero tía, vaya mierda también, la verdad”. Por último está el hecho de que el fenómeno es tan grande que no se puede escapar con sólo cerrar los ojos. ¿O acaso es que yo no puedo pero otros sí que pueden? ¿Es posible que no te importe nada de nada?

He dado con una persona que asegura no sentir ni medio erizar de vello cuando le mencionan la Navidad. El secreto, al parecer, está en aplastar todas las expectativas, en saber que a estas alturas no hay ninguna magia que esperar, en no sucumbir al chantaje y aprovechar los días de fiesta para hacer cosas que te gusten sin compromiso. No le falta razón, pero yo por si acaso me voy a poner bien de purpurina en los ojos en Nochevieja que no me quiero exponer a más desconciertos imprevistos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_