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Campos de refugiados rohingya, de provisionales a permanentes El éxodo de esta minoría comenzó hace décadas. En 2009, cuando se tomaron estas fotos, ya vivían unas 50.000 personas en el asentamiento de Kutupalong, al este de Bangladés. Este año, el flujo se ha multiplicado de forma dramática. Una niña rohingya celebra su cumpleaños. Su padre la sostiene para rezar por los años cumplidos. Muchos de los 622.000 refugiados que contabiliza Médicos Sin Fronteras permanecen años en la zona. Ni cambia el paisaje ni mejoran las condiciones. La migración de los rohingya nunca se detiene. Esta comunidad musulmana es apátrida, sin tierra ni derechos. Myanmar no los reconoce como ciudadanos y sufren amenazas, violaciones o desalojos. Por eso, la panorámica de las casas que bordean el campamento de refugiados de Kutupalong permanece acorralada por las llegadas desde hace décadas, como se ve en la imagen. "Las condiciones de vida en los asentamientos improvisados siguen siendo extremadamente precarias y peligrosas, lo que pone aún más en riesgo a las personas. Si la situación no mejora, existe la posibilidad de que se produzca una emergencia de salud pública", advierten desde MSF. En la foto, el pie deformado desde la infancia de un refugiado se utiliza para trenzar cuerdas industriales. Muchos hablan de limpieza étnica y persecución religiosa contra los rohingya, de mayoría musulmana. En la imagen, un adolescente llega a una de las pequeñas mezquitas que existen en el campamento de Kutupalong. Una madre musulmana se prepara antes de dar de comer a su hijo lactante. La violencia sexual y los casos de desnutrición severa son algunas de las preocupaciones de las agrupaciones que trabajan en terreno. "Cuentan historias de pueblos quemados, de masacres. Los testimonios son muy fuertes. Huyen desesperados de la violencia, pero con las condiciones de aquí se puede dar algún estallido de cólera u otra enfermedad epidémica", dice María Simón, coordinadora de emergencias de MSF. Laisha sostiene un libro de familia. Lo expidió hace años el Gobierno de Bangladés para el control y cálculo de personas que se establecen dentro del campamento. En el momento de tomar estas fotos, alrededor de 50.000 personas vivían en el campo de Kutupalong. Ahora se teme que antes de fin de año se llegue al millón. Ramí es uno de los habitantes legales de este campamento, en construcción desde hace ya más de 15 años. Trabaja como pescador cuatro veces al mes. Jenne y Raina esperan la visita de uno de los enfermeros voluntarios que tiene MSF en el campamento para revisar su estado de salud. La organización alerta de posibles pandemias si no mejoran las condiciones sanitarias en la región. Dos hermanos comen arroz en uno de las tiendas que ha levantado Acción contra el Hambre en el campamento. "Algunos caminan hasta seis días sin parar. Padecen grandes traumas físicos y emocionales. Muchos ya venían con desnutrición y aquí abordamos el problema de la inseguridad alimentaria", conceden desde el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. "Uno de cada cuatro niños sufre desnutrición y estamos dando paquetes de productos frescos, locales, con papillas energéticas, pero no es suficiente. Además, las enfermedades (dos tercios reportaron diarreas) socavan la capacidad de absorber nutrientes". Una mujer muestra su carné de refugiado rohingya. El éxodo de esta etnia comenzó hace más de cinco décadas. Una persecución religiosa -iniciada por la Junta Militar, que gobierna la antigua Birmania desde 1962- provocó la estampida. Y nada la ha parado. Ni siquiera la apertura política de los últimos tiempos. Un campesino rohingya se protege de la lluvia. Trabaja en un campo de cultivo cerca de su casa, en Kutupalong. Este año, el flujo se ha multiplicado de forma dramática. Según Médicos sin Fronteras (MSF), hasta 622.000 personas han cruzado la frontera en los últimos cuatro meses. En el tiempo libre, los jóvenes se entretienen jugando al fútbol y rezan durante dos horas al día. Las impresiones de Olmo Calvo, fotógrafo 'freelance' que estuvo en Bangladés el pasado verano, son distintas: "Había colas para todo y se habían construido chozas con cañas, plástico o chapa -lo que encontraban- que estaban entre vertidos fecales. Era un caos estremecedor y completamente incontrolable", rememora. Varios hombres trabajan en una chatarrería desmantelando metales para poder vender. Muy pocos refugiados tienen trabajo fuera del campamento. Algunos, según dice Javier Arcenillas, el autor de la galería, estaban repartidos por otros lados de Bangladés. "En Daca se hablaba del tráfico infantil para trabajos sexuales y otros se dedicaban a conducir ‘rickshaws’ (motos para pasajeros) o labores más duras y peor remuneradas. Había como un sistema de castas”. Una campesina trabaja en las inmediaciones del campo de refugiados de Kutupalong (Bangladés). "Cada semana pasan unos 7.000 y no se sabe qué va a ocurrir", apunta María Simón, de Médicos sin Fronteras. "Los viejos refugiados y los nuevos están mezclados. Se intenta que las familias estén juntas porque está claro que van a permanecer en este país meses". Las necesidades, arguye, son de todo tipo: abrigo, comida, agua, saneamiento, medicinas. Por suerte, Bangladés mantiene una política "de brazos abiertos" frente a la opacidad birmana.