Manual de conversación para ciudadanos tristes
Si no opinas como yo, si no utilizas los argumentos homologados por la tribu, leña al mono
Se sigue en Twitter o en las otras numerosísimas redes sociales a quienes dicen lo que queremos leer o escuchar, y se machaca al disidente. Estamos en un mundo que corre el riesgo de componerse de seguidores únicos que buscan estar de acuerdo con aquellos a los que tienen enfrente. En ese mundo ya se acabó la tertulia, pues es como si hablara uno solo, y corre riesgo la conversación, incluida la conversación a dos. Si no opinas como yo, si no utilizas los argumentos homologados por la tribu, leña al mono hasta que hable de lo que se tiene que hablar.
El filósofo y escritor italiano Nuccio Ordine cita en su manifiesto La utilidad de lo inútil (Acantilado) una metáfora al respecto, del Nobel irlandés George Bernard Shaw. Dos chicos van a la escuela, cada uno con su manzana. Y cada uno regresa a casa con su manzana. Son dos manzanas, pero lógicamente no se han multiplicado, siguen siendo una y una. Sin embargo, otros dos chicos van a la escuela con dos ideas. Las intercambian y a la vuelta regresan a sus casas cada uno con su respectiva idea multiplicada por muchas ideas más.
Lo que está pasando es que cada uno, cada persona, cada grupo de personas, acude a su escritorio, a su locutorio, a su tertulia, a su red social, a su autobús, con una idea fija; busca alrededor a quien lanzársela y que sea de su misma opinión, y luego regresa a casa con la misma idea, como una manzana de oro que él se comerá solo y ante su propio espejo hasta el día siguiente, cuando intercambiará la misma idea fija como si fuera la misma manzana. Un mundo de manzanas únicas, un mundo de ideas fijas.
Es un aburrimiento del que alertó James Joyce. Un país, o el mundo entero, se parece a una conversación, y si la conversación se estanca no nos estancamos solo nosotros: se estanca el mundo entero. Ahora estamos estancados. Este país está estancado. El mundo entero está estancado. Suenan conversaciones fijas que atendemos siempre los fijos, esperando del titular de periódico, de la opinión del otro, de nuestros compañeros de sauna o de Twitter (que es la sauna por otros medios) que en sus ideas encuentren acomodo, sin controversia, nuestras propias ideas fijas. Un universo sin ideas es un universo de ideas fijas. De aburridas manzanas.
Pasa en todas partes y, ojo, nos pasa a todos. Se suele levantar la mano en las conversaciones, incluso en las conversaciones virtuales, cuando se denuncia el pensamiento único como pesadilla de la humanidad: “¡Eh, que yo no soy así!” Pues yo también soy así, tú también eres así. Tú eres igual de intolerante que aquel al que denuncias, yo también soy tan intolerante como aquel al que denuncio por intolerante, tú tampoco quieres escuchar lo distinto, yo tampoco quiero escuchar lo distinto. No queremos discutir lo políticamente correcto si lo políticamente correcto dicta el ellos y ellas, por ejemplo, u otras dicotomías que se han convertido en muletillas obligatorias, y ya sé que me estoy metiendo en un berenjenal. Y no queremos abandonar lo políticamente correcto si es políticamente correcto, en el ámbito en el que estemos, decir que España es un país fascista cuyo Gobierno manda a la gente a la cárcel o mantiene a presos políticos o es peor que Ghana, aunque no tengas ni idea de lo que pasa en Ghana. Un país de pandereta: “¡Sí, sí de pandereta!”, dice el coro. Un mundo de coros, de pancartas precocinadas, de lugares comunes que incluyen el lugar común, ahora impuesto, de ordenar la vida por géneros, femenino, masculino, neutro y epiceno. Un mundo sin mezcla, decía Virginia Woolf, es una habitación vacía. La conversación es una manera de libertad. Si se acaba termina también la ilusión de convertir la discusión en un nutriente que aconseja Emilio Lledó (este domingo, 90 años, felicidades, maestro) para mantener vivas la duda sin ofensa. Que te manden a callar tiene sus riesgos, pero mandar a callar también los tiene. Algunos viejos amigos me mandaron a callar en este desgraciado procès, y aquí estoy, pensando cómo haré para hacerles caso.
Es a la vez un aburrimiento y, también, la expresión de un triunfo largamente acariciado por los que se sienten cómodos en lo que se empezó a llamar políticamente correcto y ahora ya se llama simplemente correcto: lo que se tiene que decir, lo que no se tiene que decir. Escribes o hablas o conversas en reuniones civilizadas y cultas como si estuvieras pisando cáscaras en territorio minado, pues no puedes decir, sin que te caiga un chaparrón, que una amiga lleva un bello peinado, a no ser que te ocupes también del pelo del compañero que va al lado o no puedes recomendar a determinado político o intelectual porque alguna vez uno u otro pisó también cáscaras prohibidas. Un mundo de celdillas. De cáscaras como tópicos.
No es ni siquiera políticamente correcto, según estos cánones, decir que eso que nos hace mirar a todos en la misma dirección es un regreso a las catacumbas de la discusión. En cuanto prohíbes un tema, en cuanto pides que el otro se calle cuando empieza a pisar tales cáscaras, ya estás hundiendo la conversación, pues ese que tiene que callarse sus incorrecciones ya no volverá a ser admitido en la tribu. En Twitter y en las redes existe el silencio del que viene con opiniones que no son bienvenidas; habrá un día en que ese silencio se dicte también con algún método social que al principio nos hará gracia y después nos dejará mudos. Un pin, por ejemplo: “Yo soy de Esto. Cuidado con Aquello”.
Vamos a cerrar la conversación, a hacerla triste, y, es más, vamos a cerrar la ironía, una fiesta intelectual que consiste en llevar a la conversación no solo dos manzanas sino al menos dos ideas. Si George Bernard Shaw levantara la cabeza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.