Día de muertos
Los mexicanos recuerdan a los ausentes comiendo y bebiendo. Que los difuntos no van a volver por vestir de negro
“Celebraré Halloween cuando haya una procesión de Semana Santa por la Quinta Avenida de Nueva York”. La frase, con variaciones que van del Rocío a la noche de San Juan, se repite en Twitter cada año en los últimos días de octubre. Odiar Halloween por ser una fiesta importada empieza a ser una tradición tan extendida en redes como celebrarla. Ni que el niño Jesús hubiera nacido en Ávila.
Sin que me haya disfrazado nunca por esta celebración anglosajona, se me ocurren varios motivos por los que los españoles, especialmente los niños, la han adoptado: hay colores, disfraces, caramelos. Es una fiesta, vaya. Bastante lejos del ambiente plomizo que rodea y llena —aunque cada vez menos— los cementerios cada 1 de noviembre. El pasado miércoles, en un autobús urbano de Madrid que pasaba cerca del cementerio de La Almudena, se notaba ese sentimiento silencioso que recuerda a la infancia y al pueblo. Como si el día fuera en blanco y negro, con olor a incienso y a gladiolos.
Puestos a importar, podríamos adoptar el Día de Muertos mexicano. Nos lo ha impedido ese desconocimiento atroz que tenemos de la cultura latinoamericana, y que empieza por llamar descubrimiento a la conquista. Los mexicanos recuerdan a los ausentes comiendo y bebiendo. Juntándose en familia y escuchando la música favorita del fallecido. Que los difuntos no van a volver por vestir de negro.
En unas semanas, Pixar estrena Coco, una película ambientada en esa celebración. A lo mejor nos sirve para entender una tradición que nos pilla más cerca que Halloween y que es más que el disfraz de catrina. Aunque haya tenido que venir Disney a descubrírnosla.
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