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MIRADOR
Columna
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Ciudad nuestra

Recibimos los atentados terroristas como catástrofes naturales irremediables

David Trueba
Día después del atentado. Normalidad y luto en las Ramblas.
Día después del atentado. Normalidad y luto en las Ramblas. Massimiliano Minocri

Durante las últimas décadas, la ciudad de Barcelona solo ha padecido una amenaza, la de caer en el delirio de creerse Barcelona. Del mismo modo, una de las calles más asombrosas del mundo, La Rambla, a ratos parecía víctima de similar delirio de grandeza: creerse La Rambla. Para los buscadores de la autenticidad, la autenticidad siempre se ha perdido. Bastaba salirse del eje que baja desde el parque Güell hasta la estatua de Colón para paladear, y pedalear, allá donde remitía algo el turismo, una Barcelona real, asequible y de pasiones menores. El triunfo de la ciudad franquicia es lo que tiene, una cota de renuncia, de exilio interior, pero en los barrios menos publicitados de Barcelona persiste la ciudad maravillosa ajena al delirio de grandeza de creerse Barcelona.

Recibimos los atentados terroristas como catástrofes naturales irremediables. Cada vez el tratamiento es más parecido al de una riada, un terremoto, un incendio. Quizá es porque nos da miedo enfrentarnos al mayor enigma del ser humano, que es precisamente el ser humano. Pero el infame crimen de La Rambla ha venido a solucionar una incógnita. ¿A quién pertenecen las ciudades? Sin duda, a quienes viven y mueren en ellas. Las víctimas del atropello, en nombre de vaya uno a saber qué grandes misticismos, son los habitantes de esa ciudad flotante que es Barcelona, de esa ciudad ideal, de esa ciudad tan delirante que a ratos cree que es Barcelona, nada menos, un mar Mediterráneo de asfalto y terrazo.

En plena era de las redes sociales, del negocio tecnológico de la hiperventilación del propio ego, resulta que lo que nos une no son una serie inacabable de autofotos, de individualidades en escaparate, sino esos desconocidos que se cogen de la mano para protegerse, que se abrazan, que se refugian juntos y necesitan luego arracimarse en las plazas, recordarse unos a otros que no están solos, que somos lo mismo, que nadie te va a pedir el pasaporte para reconocerte como un igual, otro vecino de la ciudad nuestra. Es ahí donde la catástrofe retroalimenta el vínculo, genera una hermandad casi eufórica y, por lo tanto, el crimen logra exactamente lo contrario de lo que perseguía. Nuestro error está en olvidarnos tan rápido, en superar tan de inmediato el estupor, en cerrar la herida antes de mirar la herida. Si fuéramos capaces de entender que ya no nos une una raíz, sino una superficie, un equilibrio casi volátil, que la red no se teje en Internet sino en las calles, entonces reconoceríamos lo que Barcelona lleva décadas contándonos.

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