La gestación subrogada y el cambio social
Hora es de no segregar derechos en función del sexo, de la orientación sexual, o de según se tenga una anatomía u otra
La gestación por sustitución o gestación subrogada, como antes otros cambios sociales, está haciendo correr ríos de tinta. Si miramos hacia atrás, basta recordar el caso de los trasplantes (¿cómo vamos a resucitar en nuestra propia carne si nos quitan órganos?, ¿qué parte del alma se trasplanta con el riñón?), el divorcio (se va a destruir la familia; se rompe la esencia de la sociedad), el aborto (cosifica a la mujer; hace daño a la mujer; es un infanticidio; se busca ganar dinero y enriquecerse con la sangre de inocentes) o el matrimonio igualitario (recuérdense las manifestaciones capitaneadas por la jerarquía religiosa aquel junio de 2005) para entender que cambiar normas preestablecidas siempre ha ido acompañado del clamor de quienes se oponen a ello, aduciendo el riesgo de un cataclismo social. Pero el cambio llega, la sociedad avanza, se progresa en derechos y nada se destruye.
La gestación subrogada entra en esta misma categoría de anunciada catástrofe, de daño a la mujer, a la familia, a los menores, a… Daños que la historia nos muestra que no son reales. Y no lo son porque la gestación subrogada, reglada y ética, lleva practicándose décadas. Y ni un solo Estado o Gobierno la ha prohibido en los últimos lustros. Antes bien, la han normalizado o están en ello, como Irlanda en estos momentos.
No tiene sentido pensar, a estas alturas del siglo XXI, que gobiernos de los cinco continentes —Canadá, Holanda, Reino Unido, Israel, Bélgica, Australia, Portugal, Irlanda, Brasil, Argentina, Sudáfrica, USA, Nueva Zelanda, etc.— han regulado o están regulando la gestación subrogada para explotar a sus ciudadanas.
En España dos grupos ideológicos se han convertido en abanderados de la oposición a la GS.
De un lado, los ultraconservadores, como el Foro de la Familia, Hazte Oír, o Profesionales por la Ética, colectivos a los que son afines la mayoría de los integrantes del Comité de Bioética de España, que tan lamentable papel ha jugado en la realización de un informe sobre gestación subrogada rico en opiniones personales presentadas como verdades científicas.
De otro lado, Izquierda Unida, el nuevo PSOE y otras izquierdas. Grupos donde prolifera el doble lenguaje y así, por ejemplo, se reclama el derecho a decidir de la mujer, pero solo en aquello que estas agrupaciones consideran adecuado; o se reclaman derechos reproductivos para el colectivo LGTBI, mientras se niegan tales derechos a mujeres transexuales u hombres gais. La esquizofrenia política llega a tal extremo que se promulgan leyes para salvaguardar el derecho de las personas trans a hacer preservación de su fertilidad en la adolescencia, antes de iniciar el tratamiento hormonal, permitiéndoles congelar óvulos, esperma o tejidos. Pero, ¿qué harán esas personas cuando sean adultas y quieran usar ese material preservado para ser madres o padres? ¿Para qué les sirve sin gestación subrogada?
Han creado leyes que generan derechos fantasma.
Que los dos grupos contrarios a la gestación subrogada comulguen con el mismo ideario no es tanto una sorpresa, como un dato revelador de lo profundo que es en ellos el deseo de tutorizar la sociedad y de disponer por los demás en general y por la mujer en particular. Una mujer que no necesita de regencias, sino de leyes que le permitan ejercer, en libertad, su derecho a decidir.
Es frecuente escuchar, por activa y por pasiva, que tener un hijo es un deseo, no un derecho. Más allá del derecho a fundar una familia, que reconoce el Art. 16 de la Declaración de DD HH, españoles y españolas tenemos derecho a recurrir a medicina reproductiva desde que, en 1988, se promulgó la primera ley sobre Técnicas de Reproducción Asistida. Una ley, y sus posteriores modificaciones, que siempre ha dejado fuera a una parte de la ciudadanía. La mujer sin útero -cissexual o transexual-, la mujer joven con cáncer u otras patologías, la pareja homosexual masculina y un largo etc. se han visto relegadas en el acceso a un derecho que la política niega a según qué personas.
La igualdad es para todos o no es. Hora es de no segregar derechos en función del sexo, de la orientación sexual, o de según se tenga una anatomía u otra. Anatomía y sus diferencias que, no lo olvidemos, han servido de justificación para discriminar históricamente a la mujer y de la que se nutren el patriarcado y el más tradicional machismo.
A muchas y a muchos se nos ha dicho, durante mucho tiempo, que carecíamos de derechos reproductivos y se nos ha negado su ejercicio. No es verdad. Tenemos derechos. Que el modo de ejercerlos sea más o menos complejo, que requiera la colaboración o no de terceras personas o que implique cambiar rancios conceptos en la definición de familia, no puede ser una base para negar la igualdad.
Una igualdad que lleva esperando casi 30 años. Desde que un gobierno socialista incluyó, entre las prestaciones de la sanidad pública española, el derecho a recurrir a la ciencia para ser madre o padre. Que justamente sea el socialismo el que se una a quienes consideran la medicina reproductiva un “aquelarre químico”, que diría el obispo de Córdoba, da idea de hasta donde se pueden maridar los polos opuestos.
La gestación por sustitución es una realidad en nuestras calles, nuestros colegios, nuestros institutos, nuestros nuevos modelos familiares. No se puede ignorar y nada va a parar su desarrollo en España. Aunque se siga acosando a nuestros hijos. Aunque se siga obligando a los españoles a emigrar para fundar una familia.
Es el momento de regular. España puede y sabrá hacerlo.
Solo se precisa coraje político para traer, a todas y a todos, eso tan esquivo que se llama igualdad.
Pedro Fuentes es presidente de la Asociación Son Nuestros Hijos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.