Serena Williams
No soy la Pete Sampras, ni la Roger Federer, ni la Rafa Nadal del tenis. Soy Serena Williams
Serena Williams desnuda, embarazada, con la melena alborotada, ese maquillaje que solo un profesional sabría distinguir y sin mirarte a los ojos. La portada del último número de Vanity Fair. La capacidad milagrosa de que por un segundo te olvides de Demi Moore, copyright original. La voluntad explícita de que Beyoncé y su embarazo kitsch sean un mal recuerdo de Instagram.
Voy a obviar las horas que pasó (o no) Annie Leibovitz en la sala de retoque. Prefiero mirar por debajo de esa capa de filtros y tratar de descifrar todo lo que quiere decir Serena Williams.
Ningún patrón tiene cabida en este cuerpo. Soy tan negra como cuando nací. El brazo que apoyo en mi cintura y la mano con la que me cubro el pecho me han convertido en ganadora de 23 Grand Slam. En mi vientre llevo un bebé, el mismo que llevaba cuando gané el Open de Australia. El tamaño de mi barriga es como el de mi culo porque estoy de seis meses. Y porque es mi constitución.
No soy la Pete Sampras, ni la Roger Federer, ni la Rafa Nadal del tenis. Soy Serena Williams. O, como respondió a John McEnroe cuando el deportista aseguró que ella no pasaría del puesto 700 en la clasificación masculina: “Querido, déjame fuera de tus argumentos cuando no están basados en hechos”.
Serena Williams en la portada de Vanity Fair es la peineta más elegante en lo que llevamos de año. Contra todos los estereotipos y prejuicios.
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