“Lacayo”, “corifeo”, “férula”….
Las “sentencias de muerte” de Orwell contra insultos y lugares comunes
Ahora hay un librito de George Orwell, tan adorable personaje de la historia de entreguerras y de nuestra propia guerra, que advierte con lucidez y prontitud sobre algo que nos pasa ahora en los dos terrenos donde resbalan nuestras vidas, el periodismo y la política. La cáscara de plátano de esos universos es el insulto, y de eso habla Orwell en tal librito (El poder y la palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Debate, 2017).
Asustado por los exabruptos de las redes sociales (¿en qué quedamos: son redes o sociales?), el lenguaje se ha ido agazapando en la cueva de Alí Babá de los que dicen cualquier cosa con tal de agradar a la parroquia. Y hoy el viejo insulto, el que se decía escupiendo en los bares de mala muerte, se sirve con aderezos ennoblecidos, pero emputecidos, en la esfera pública. Con el regocijo y el beneplácito de aquellos que se sienten fuera de la melé. A los que sufren el insulto que les den, por decirlo como se suele decir todo aquello que se masca con desprecio, antes en los bares y ahora en cualquier sitio.
Y a eso alude Orwell en uno de los breves trabajos compilados por Debate ahora. Ese ensayito, que me ha hecho levantar la mano para pedir la vez y hacer algunas consideraciones de actualidad acerca del viejo texto rejuvenecido, se titula Lenguaje panfletario, fue publicado Tribune en 1944 y está, irremediablemente, traducido del inglés (por Miguel Temprano). Por eso algunas de las expresiones de aquel entonces, en medio de la gran guerra, eran habituales en el lenguaje político o periodístico de la época en Gran Bretaña. Así cita Orwell algunas palabras o conjunto de palabras que se entienden mejor en aquel territorio de la lengua y menos en el nuestro, pero todas esas palabras tienen resonancias de entonces y, ay, sirven para señalar lo que ocurre ahora mismo.
Como suele ocurrir en sus textos, Orwell recurre a la ironía para envolver sus advertencias. Y dice: “Sin que pueda hacer efectivos mis decretos, pero con tanta autoridad como la mayoría de los gobiernos en el exilio hoy refugiados en diversas partes del mundo, dicto sentencia de muerte contra las siguientes palabras y expresiones: 'Talón de Aquiles', 'Férula', 'cabeza de la hidra', 'pisotear con bota de hierro', 'apuñalar por la espalda', 'pequeñoburgués', 'cadáver aún caliente', 'liquidar', 'talón de hierro', 'dictador con las manos manchadas de sangre', 'traición cínica', 'lacayo', 'corifeo', 'perro rabioso', 'chacal', 'hiena', 'baño de sangre'".
Hay que revisar la lista, claro, advierte Orwell. Había que revisarla entonces y hay que revisarla ahora, por supuesto. Porque el lenguaje de palo, de palo y tentetieso, que había entonces se ha multiplicado en su abundancia altisonante en los tiempos de internet y de las susodichas redes. De modo que lo que entonces irritaba a Orwell, hoy parecerían pellizcos de mariposa a la luz de lo que hoy se dice de los periodistas o de los políticos o de los ciudadanos públicos o de las entidades, o de lo que estos mismos periodistas, políticos, etcétera, dicen de los otros. Estamos en la época del juego del insulto, y no es broma ni se puede erradicar ya ese juguete que se parece a un ensayo con todo de la bomba atómica contra la yugular de la convivencia.
¿Quién no dice hoy de otro, tranquilamente, lacayo o corifeo? ¿Quién no insulta porque sí y no espera sino la risa del banco propio? Lo he leído de mí mismo estos días y muchas veces, por el simple hecho de trabajar y defender el periódico en el que he hecho mi vida, porque a veces ocurre esto: que se convierte en deporte hablar de los otros, y del trabajo de los otros, con el desprecio que se reserva tan solo para los que están en el lado opuesto de la tabla del tópico.
Asustado por los exabruptos de las redes, el lenguaje se ha ido agazapando en la cueva de Alí Babá de los que dicen cualquier cosa con tal de agradar a la parroquia
“Es evidente”, advierte Orwell con respecto a los insultos de entonces, “que quien es capaz de utilizar frases como esas ha olvidado que las palabras tienen significado”. En la reciente diatriba sobre lo que Javier Marías dijo aquí el domingo acerca de una poeta que, según él, se hallaba sobrevalorada se colaron palabras que quienes las emitieron, con seudónimo o sin él, no las soportarían dirigidas a ellos mismos o a sus favoritos. Pero se dicen, y las dicen personas ilustradas y convocadas a ser, en el lenguaje y en los restantes comportamientos, responsables y serios. Porque, entre otras cosas, han hecho de la palabra el lugar en el que viven. Pues se olvidan, qué le vamos a hacer, se olvidan.
En el caso de los periodistas, la advertencia de Orwell debería ser tomada en cuenta por aquellos que usan la palabra con la velocidad que dan no sólo las redes sino las enredadas tertulias. Se dicen palabras de pronto, como si de pronto se hubieran pensado, y se dejan ahí, con la agilidad del que escupe y mira para el otro lado. Dice el maestro Orwell, que elige algunas palabras de entonces (y de ahora): “Si se le pregunta a un periodista qué es la 'férula' no lo sabrá. Sin embargo, continúa hablando de férulas. O qué significa eso de 'pisotear con bota de hierro', muy poca gente lo sabe. De hecho, según mi experiencia, muy pocos socialistas conocen el significado de la palabra 'proletariado'”.
A continuación, y para terminar, Orwell se detiene en el origen de la palabra 'lacayo' como insulto. Pero ahí no me voy a detener, pues de inmediato, en los comentarios que suelen venir al pie de lo que se publica, será una palabra muy socorrida y no quiero quitarles a los comentaristas el gusto de decirla declinándola como estimen oportuno.
Lean el librito; es nutritivo y rabioso, como los hachacitos rosa, que decía Cabrera Infante que decía José Martí.
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