El insulto se vuelve contra el que lo pronuncia
No hace falta que el otro conteste, no tiene derecho. ¿No tiene derecho? No, tú ya lo has condenado
No voy a pronunciar aquí nombre propio, porque la piel está erizada. Pero sí voy a hablar, de nuevo, sobre el asunto del insulto, la injuria, la palabra, ayudado de algunas notas, evitando las que ahora escucho en el Parlamento otra vez.
Pasa en periodismo, pasa en la vida, pasa en los taxis, en el Parlamento, en las aceras, en los bares, en las gradas. Siempre hay alguien en España que lo sabe todo.
Insultar no es sólo decir lo que daña a otro; a otro en concreto. Insultar es también tomar el lenguaje de la razón como un arma contra el otro. Cuando esto se hace, en periodismo, en política, en la calle, se le llama cargarse de razón. Tienes razón, y por eso la arrojas. De otro dices gánster, porque lo es, te quedas muy feliz, recibes el beneplácito de tus seguidores y acto seguido te vas de la calificación henchido de gloria, a hombros de los tuyos. Olé tus huevos. Dices gánster, mafioso: acaso tienes los datos, los usas en tu comentario, en tu invectiva, impides que el otro tenga razón (¡porque no la tiene!, ¿para qué vas a preguntarle? ¡ya sabes que no la tiene!), así que domina tu razón. No hace falta que el otro conteste, no tiene derecho. ¿No tiene derecho? No, tú ya lo has condenado.
Pasa en periodismo, pasa en la vida, pasa en los taxis, en el Parlamento, en las aceras, en los bares, en las gradas. Siempre hay alguien en España que lo sabe todo, y ese hombre te toca en cada uno de esos microcosmos del mundo. Se le hincha la vena ante los gánsteres; están tan contentos de haber dado con la metáfora, que cuando la metáfora se hace carne y habita ante él se ensaña. ¡Gánster! ¡No digas nada! ¡Te tengo calado! ¡Me quedan quince minutos para oír tus mentiras! ¡Te espero en el infierno! El aplauso te espera a la salida y tú estarás encantado de conocerte como el héroe de la película.
Hay que tener cuidado con los excesos, también con los excesos de razón. Siempre hay un camino medio, porque (dice Emilio Lledó) dentro de todo sí hay un pequeño no, y dentro de todo no hay un pequeño sí. De esas pequeñeces democráticas depende de la convivencia; no son siquiera democráticas: son imperativos sociales, culturales, mínimas aportaciones de la historia social a la mente de los que son civilizados.
En una ocasión busqué, para un trabajo contra el insulto, algunas frases de grandes de la historia del pensamiento o la cultura. Les regalo algunas, también para los que no creen que haya que atarse la lengua a la duda.
Decía Tolstói: “El buen juicio no necesita de la violencia”.
Decía Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
Decía Diógenes: “La injuria deshonra a quien la infiere, o a quien la recibe”.
Decía Cervantes: “En la lengua consisten los mayores daños de la vida humana”.
Y decía Tagore: “Y ese que habla tanto está completamente hueco; ya sabes que el cántaro vacío es el que más suena”.
Sin ir más lejos, leí esta mañana estos versos de Guillermo Carnero, poeta valenciano de la mayor enjundia; están en Regiones devastadas (Fundación Lara), que acaba de presentarse:
“No me diste paciencia ni humildad;
Tampoco astucia para parecer
Plácido y obediente en un rincón,
Feliz en la renuncia y el servicio.
Pero a cambio me has dado el privilegio
De contemplar tu obra
En la primera fila de la gloria del mundo;
Y he visto recibir el mismo premio
Al sabio y al rufián, cómo prospera el necio
Y se encumbra el indigno, es afrentado el justo
Y muere en el desprecio el inocente.
Gracias, Señor, por tu sabiduría:
Ver a quién enalteces
Me exime de la farsa de estar vivo”.
Cuidado, pues, lo que escupes siempre se vuelve contra ti, seas sabio o rufián. Las palabras contienen la vida y la muerte, no son sólo palabras. Ni en periodismo ni en política ni en la calle.
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