Sebastian Frank, alta cocina con ingredientes “pobres”
Dos estrellas en Berlin para una fantástica cocina de la memoria
Coincidí con Sebastian Frank en el jurado del concurso Cocinero del Año celebrado en Alimentaria en 2012. Me lo presentaron con la aureola de un joven chef que venía de ganar el mismo concurso en Alemania tras una disputada final en la feria Anuga, en liza contra 400 participantes. Por si no fuera suficiente, Frank había merecido su primera estrella apenas un mes después de alzarse con el premio. Contaba entonces con 30 años. En 2016 volví a reunirme con él y otros chefs en el homenaje que Dani García rindió en Marbella a Joël Robuchon en el hotel Puente Romano.
El sábado pasado almorcé en su restaurante Horváth en Berlín y confieso que mis expectativas se quedaron cortas. Al contrario de lo que suele ser habitual en Alemania donde la alta cocina propende a las elaboraciones complejas, las recetas de este cocinero, sin pretensiones estéticas, resultan tan elegantes como deliciosas.
Frank no es alemán, sino austriaco, un risueño emigrante que arrastra tras de sí recuerdos y vivencias que traslada a sus platos. Nunca utiliza ingredientes caros, ni tampoco importados de otros continentes, sino de ámbito rural provenientes de Austria, Hungría o Alemania. Productos cotidianos con los que consigue armonías brillantes. Tan apegado se encuentra a la tradición que muchas de sus técnicas reproducen métodos aprendidos de sus abuelas. Y todo con una mirada contemporánea sin renunciar a detalles de refinamiento rescatados de las cocinas del viejo Imperio Austrohúngaro, de los que se siente orgulloso.
Después de largos aprendizajes en grandes restaurantes, incluido el famoso Steirereck de Viena, llegó a Horváth en 2010 como jefe de cocina. Cuatro años después se hacía cargo de la gestión del local junto con su esposa Jeannine Kessler. En 2016 ambos celebraban su segunda estrella.
Algo que choca de sus platos, de alma rural y fondo vegetariano, son algunos contrapuntos de academicismo clásico. Nuestro menú comenzó con un áspic de res excepcional digno del mejor tres estrellas, según la receta de una tal Louise Seleskowitz (1894), que acompañamos con tragos de agua Hochschwab de los Alpes austriacos que nos ofrecieron como un tesoro. Enseguida, a modo de contraste, un cuenco de patatas rotas con panceta, bocado rotundamente campesino. El menú fue largo, pero en absoluto cansino.
Siguieron unos espárragos blancos salteados con sorbete de fresas al vinagre de manzanas, y una remolacha amarilla asada con semillas de amapola. Luego, un plato provocador, setas salteadas en sebo de ternera, sobre caldo de jamón y espuma de grasa de vaca, bocado ligero que, paradójicamente, exaltaba el culto a la grasa.
No es mi propósito analizar cada uno de los pases del menú, solo resaltar algunos de sus recursos tan diferentes de los que emplean otros cocineros. Para dar el toque final a unos canelones de raíz de apio sobre caldo de gallina, nos mostró una bola de raíz de apio curada en sal durante un mes que había madurado en cava más de un año. Una pelota vegetal, rugosa y deshidratada que él mismo nos fue rallando sobre los platos como si se tratara de trufa blanca. Excepcional por muchos motivos.
Después llegarían dos platos cargados de simbolismos. Primero, unas semi esferas de piel de pollo crujientes, bañadas con espuma de jugo de pollo, en homenaje a las patas de pollo fritas típicas de Viena. Luego, unas cebollas confitadas con rabanitos al vapor sobre una crema de gulasch al comino. Sabores de la conocida receta centroeuropea sin un ápice de carne.
Para concluir, un praliné de sangre de cerdo presentado en capas superpuestas de chocolate blanco y caramelo en homenaje a las matanzas familiares de su tierra. Un goloso atrevimiento.
A lo largo del menú alternamos vinos austriacos y alemanes con bebidas de naturaleza vegetal, todas cocinadas y de elaboración casera, que Frank nos proponía en armonía con sus platos: jugo de repollo, pepino y perejil; achicoria, flor de sauco y nuez moscada; leche de fresas con salsifí. Algunas realmente excepcionales.
Sebastian Frank, cocinero respetuoso con la memoria de su tierra, ha logrado un estilo propio sin desvincularse de sus raíces. Ese es su enorme mérito.
“Al principio tuvimos que superar muchas dificultades” me dijo “Mi cocina, muy personal, se aparta de los cánones alemanes y no era bien entendida. Ahora ya nos hemos abierto camino. Somos un equipo pequeño que gestiona un restaurante modesto y sin demasiadas pretensiones. Ni siquiera tenemos manteles”, nos comentaría al despedirnos con una enorme sonrisa. Sígueme enTwitter: @JCCapel
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