Miguel Ángel Bastenier vivió hasta su última columna
Ingresado en el hospital, pidió su ordenador portátil, EL PAÍS y un libro de historia
Hacía meses que llevaba su cáncer a cuestas casi con desprecio. Sólo estaba pendiente de que la enfermedad no le impidiera escribir. Llevarle al hospital para que le viera el médico, para que le hicieran las pruebas, era como una cruz. Pepa Roma, su mujer, siempre entera, me pidió que yo le acompañara de vez en cuando. Aún cree que les estaba haciendo un favor. No sabe que para mí fue una satisfacción íntima, profunda, poder estar al lado de un amigo, de un hermano querido y de un colega a quien siempre escuché con admiración.
Lo que quiero que se sepa de Miguel Ángel Bastenier, siquiera sea muy brevemente, es qué hizo y en qué pensó los días previos a su muerte.
El lunes, día 24, Miguel Ángel estaba hecho polvo cuando llegamos a la consulta en el hospital. Tan mal estaba que lo ingresaron de inmediato en Urgencias. Pero en cuanto lo subieron a planta, aún agotado, lo primero que me pidió fue que recogiera de su casa el ordenador portátil. "A ver si mañana puedo escribir la columna del miércoles".
El martes, 25, me encargó que le llevara EL PAÍS y un libro. "Que sea de historia, por favor". Bastenier en estado puro.
Ese día hablamos, con pena, con mucha pena, sobre el fallecimiento de nuestro colega Joaquín Prieto, su compañero en este periódico. Pero la última conversación que tuve con él ese mismo día fue sobre Cataluña, a su juicio el problema más serio de España y, por ello, su mayor preocupación. Miguel Ángel, hombre de mundo, hombre de Europa, hombre latinoamericano, nació en Barcelona. Era un catalán que detestaba el secesionismo. Si su admirado De Gaulle tenía "une certaine idée de la France", él, mutatis mutandis, siempre abrazó una idea cierta de España.
Nos despedimos hasta el día siguiente. "A ver si puedo escribir esa columna" —insistió con un hilo de voz antes de irme.
El miércoles, 26, abrí el periódico. Un Brexit y medio se titulaba, se titula, la última columna que Miguel Ángel Bastenier escribió en su vida. Siempre había podido mandarla. Y ese martes también pudo. Claro que pudo. Aquel martes de dolor, ni la inminencia de la muerte pudo acabar con la pasión de su vida.
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