Morirse
La Muerte nos acompaña y nos espera. Hasta los niños la han convertido en tema de conversación
Este viernes, Viernes Santo, a las tres volverá a morirse el hijo de Dios. Los creyentes sinceros llorarán, callarán y se abstendrán. Los impostores de misa y aperitivo que, tras escuchar la Palabra, seguirán llenando sus vidas y las nuestras de palabrería, se rasgarán las vestiduras desde debajo de la sombrilla: el muerto al hoyo y el vivo al bollo y ponme otra torrija.
La Muerte.
Un niño de siete años le dice a su hermana, delante del televisor donde cadáveres tapados han sustituido a dibujos animados:
- Mira, lo de los malos de Egipto.
Y la hermana:
- Que no, que son los malos de Estocolmo.
Ya en la cena, cucharilla en el yogur, con el rostro de Carme Chacón en los informativos, ella:
- ¿Cuándo la pondrán en la tumba, mañana o pasado?
- O igual la incineran, no todo el mundo va a una tumba.
- Para que te quemen tienes que estar del todo muerto, si no qué daño, ¿no?
- Del todo.
La Muerte.
La cuenta atrás para irnos es una gimnasia inconsciente que empieza cuando venimos. Luego hasta bromeamos con ella: “Es para morirse de risa”. “Esto está de muerte”.
Ella está ahí, nos acompaña y nos espera como el golpe de viento a la vuelta de la esquina, como ladridos de un perro que no vemos, al fondo de un espigón que no existe.
José Antonio, muerto en vida, decide irse ya, solito, porque nadie le ayuda a hacerlo, a tener una muerte digna.
Ningún maximalismo parece aconsejable: ni el carpe diem en espera de la parca, ni mirar para otro lado, presuntuosos, como si esto fuera a durar siempre.
¿Qué hacer? Nada especial. La Vida.
La Muerte.
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