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EL FACTOR HUMANO
Columna
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Los locos románticos del ‘Brexit’

En su imaginario colectivo, los partidarios de salir de la UE luchan por liberarse de sus cadenas, por recuperar la patria perdida, por un mundo mejor

Manifestantes en Londres contra de la salida de Reino Unido de la UE.
Manifestantes en Londres contra de la salida de Reino Unido de la UE.JUSTIN TALLIS (AFP)

"No tenemos el derecho a condenar las futuras generaciones a vivir, irrevocablemente, en función de los caprichos fugaces del presente”

Richard Dawkins, científico y autor inglés.

Las relaciones entre las naciones y entre las personas serían menos infelices, habría menos guerras y menos rupturas, si cada uno hiciera un esfuerzo para meterse en la piel del otro. Esta es la lección a la que siempre vuelven los manuales sobre la negociación; es la recomendación básica para los que quieren superar sus problemas de pareja.

Voy a intentarlo. Voy a ver si soy capaz de empatizar con el enemigo. ¿De qué enemigo hablo? Aquí va:

El desprecio que me provoca la mezquindad moral, espiritual, política e intelectual de los británicos que votaron a favor del Brexit en el referéndum del año pasado solo es superado por el odio que me inspiran los políticos que les convencieron. La semana pasada, tras el inicio formal del proceso de divorcio entre Reino Unido y la Unión Europea, fantaseaba con las insultos que escupiría a las caras de Nigel Farage, Boris Johnson, Michael Gove u otros flautistas del Brexit en caso de encontrarme con uno de ellos en la calle.

Me calmo, reconozco que estos impulsos no son admirables y recuerdo algo que me dijo un sabio amigo hace años: si estás enfadado estás equivocado. La tesis del amigo no se sostendrá siempre, pero la manera de comprobarlo es, precisamente, metiéndose en la piel del otro. En este caso en la de los brexiteros y las brexiteras.

Cuando ganaron el referéndum el 23 de junio pasado, y de nuevo la semana pasada cuando la primera ministra, Theresa May, anunció el inicio del largo adiós británico, respondieron con júbilo. “¡Libertad!”, chilló un titular en el odioso (perdón, admirablemente taquillero) Daily Mail. “¡Independencia!”, gritó Farage. “¡Vamos a recuperar el control!,” clamaron todos. “¡Gran Bretaña volverá a ser grande!”.

Superada la náusea inicial, hago un esfuerzo y creo ver en el fondo del oscuro pozo de sus almas una pequeña luz. ¿Qué es? Cuesta reconocerlo, pero creo que lo sé. Es el romance del Brexit. Los brexiteros serán muchas cosas, pero son también unos románticos. Unos poetas. Unos locos soñadores. Los herederos de Don Quijote, de Lord Byron, de Garibaldi, de Hugo Chávez, incluso de los fieles que adoran a Donald Trump.

El impulso detrás del voto viejo fue el sueño de “recuperar el control” sobre la vitalidad perdida

En su imaginario colectivo luchan por liberarse de sus cadenas, por recuperar la patria perdida, por un mundo mejor. Sí. Así se ven. Así se creen: patriotas, nobles en la defensa de sus principios. Fatal de mi parte despreciarlos; imperdonable odiarlos. Habrá algún farsante por ahí (Boris Johnson, el actual canciller británico, viene a la mente), pero en general me empiezo a convencer de que cuando los brexiteros se miran en el espejo no sienten vergüenza, sienten orgullo.

Pero hay romanticismos y romanticismos. No hablamos aquí del de Byron, que murió luchando por la independencia de Grecia, o del de Romeo y Julieta, que se suicidaron a los 13 años.

Vislumbré la particular naturaleza del romanticismo brexitero durante una visita a Estonia y Letonia hace un par de semanas. Entrevisté a varias personas, todas mayores de 60 años, que lamentaban la incorporación de sus países en la UE y añoraban aquellos tiempos en los que eran colonias soviéticas. No eran racionales estos sentimientos ya que Estonia y Letonia son más prósperos y libres que cuando su capital era Moscú, más prósperos y libres que Rusia hoy. Una chica joven estonia de padres rusos me lo explicó: el análisis que correspondía no era ni político ni económico sino freudiano; estos señores sentían nostalgia no por un sistema ideológico fracasado sino, sencillamente, por su juventud.

Como es bien sabido, el Brexit se ganó con el voto viejo. Si los que tienen más de 60 años se hubieran quedado en casa el día del referéndum, Reino Unido seguiría, con amplio consenso electoral, dentro de la UE. El impulso determinante detrás del voto viejo fue, en primer lugar, el fútil pero comprensible sueño de “recuperar el control” sobre la vitalidad perdida. En segundo lugar, de regresar a aquellos tiempos en los que Reino Unido pintaba algo en el mundo; en los que las calles no estaban llenas de gente hablando polaco; en los que todo el mundo comía pastel de carne y riñones y las tapas de chorizo o los calamares a la romana eran desconocidas incluso por los que iban de vacaciones a Benidorm; en los que la cerveza en los pubs no era fría sino caliente, como Dios manda.

El miedo también tuvo su papel, por supuesto. Si los gerontobrexiteros votaron para frenar la inmigración europea fue en parte por el temor primordial que les provocan los obreros polacos y los camareros españoles pero, más importante, más fundamental, fue por el pavor existencial que representa la invasión foránea justo hoy, en el otoño de sus días: aquel que sienten ante la pérdida de sus facultades físicas y mentales, ante la cercanía de la muerte.

Ya no me río de ellos. Ni de los más jóvenes con almas viejas que también votaron por el Brexit. (Tengo un conocido de 50 años que votó por el Brexit, pero tiene 55 desde los 18). Veo que no es tan difícil, si uno hace un pequeño esfuerzo, meterse en su piel y entender las raíces emocionales de su antieuropeísmo, reconocer que para ellos su voto fue un gesto noble y romántico.

Mi voto, en cambio, y el del resto del 48% de la población británica que se expresó a favor de seguir dentro del club europeo, fue algo mucho más prosaico. El frío pragmatismo fue nuestro guía. Entendimos que desde la formación de la UE Europa ha alcanzado un punto de prosperidad y paz nunca visto en la historia del continente; razonamos que la UE era la mejor apuesta para las generaciones futuras.

El problema con el romanticismo es que por más bonitas y calientes que sean las sensaciones que despierta, suele ser fugaz y suele acabar mal. Lo cual no me da permiso para sentir desprecio u odio hacia los locos poetas del Brexit. No. Me arrepiento. Lo que hay que sentir es compasión; por ellos tanto como por el país y por los jóvenes cuyo futuro se van a cargar.

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