Nada de bajar la guardia
De este largo y fecundo siglo de feminismo hemos aprendido que el enemigo es poderoso e imprevisible, y más que nunca puede venir de cualquier parte
¡Felicidades, amigas, este pasado marzo cumplimos cien años! En realidad tenemos algunos más, lo sé, pero no está de más considerar la fecha del arranque del movimiento de liberación de la mujer en Rusia, 1917, como el detonante del feminismo moderno. Dejemos de pensar que el marketing tan sólo es capaz de vender patriarcado y celebremos como merece este rotundo centenario. Si la Revolución Bolchevique hizo posible conquistas para las mujeres hasta entonces inimaginables, digo yo que habrá que recordarlo. Que el asunto saliera mal y a la postre el comunismo acabara revelándose incompatible con los preceptos del feminismo no es culpa nuestra.
Fue el mismísimo Lenin quien afirmó que en unos meses el Estado Obrero hizo más por la mujer que todos los países capitalistas juntos en décadas, y en eso tenía razón, hemos de admitirlo. “Ningún Estado burgués, por más democrático, progresista y republicano que sea, reconoce la total igualdad de los derechos del hombre y de la mujer. La República de los Soviets, por el contrario, destruyó de un solo golpe, sin excepción, todas las líneas jurídicas de la inferioridad de la mujer y, también, de un solo golpe aseguro a ella, por ley, la igualdad más completa”, dijo en 1920 en el discurso del Día Internacional de la Mujer.
Por vez primera los salarios de las mujeres se equipararon a los de los hombres, por ejemplo. Y por primera vez se intentó librar a las mujeres de las cargas domésticas, que pasaban a ser una tarea colectiva y no exclusivamente femenina: se crearon comedores, casas cuna y se propició lo que hoy llamamos conciliación laboral y familiar. Incluso se legisló el derecho al divorcio y el derecho al aborto legal y gratuito, al tiempo que la mujer pudo votar y ser elegida para ocupar cargos públicos. En fin, un desafío a la modernidad sin parangón.
También fue Lenin quien dijo que el nivel de vida de un pueblo se mide por la situación jurídica de la mujer. Lógicamente, su intención fue movilizar a las mujeres para una Revolución que aspiraba a acabar con la monarquía de los zares y preparar la transición al socialismo, pero esa Revolución incluyó la revolución feminista. Y aunque esos avances no tardaron en ser abortados por la locura estalinista, sirvieron para demostrar que abolir la situación de desigualdad en que vivían las mujeres no era ni mucho menos una tarea imposible.
Sucedió que las obreras textiles de Petrogrado —antaño San Petersburgo, después Leningrado y finalmente de nuevo San Petersburgo— se manifestaron masivamente contra el estado general de miseria al que la Primera Guerra Mundial había condenado a la sociedad rusa. Reclamaban pan y dignidad. Era el Día de la Mujer, 8 de marzo ahora y 23 de febrero en el calendario juliano. Airadas, avanzaban por la avenida Nevsky hacia el Parlamento, es decir, la Duma. Se calcula que ese día casi 100.000 obreros y obreras secundaron la huelga. Fue una marcha espontánea, fruto de la indignación y de la necesidad. Y surtió efecto. Esas mujeres que actuaban en defensa propia contribuyeron a construir un mundo nuevo.
Del primer gobierno bolchevique que se proclamó, formaron parte tres grandes damas: Aleksandra Kolontái, Nadezhda Krúpskaya e Inessa Armand. Ellas lucharon por la emancipación de las mujeres e hicieron del feminismo un nuevo sistema económico y social. A las protagonistas que junto a ellas se esforzaron por edificar esa nueva realidad, Kollontai las llamó “mujeres nuevas”, tal como recoge en su autobiografía, que no en vano se titula Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada. Desde entonces el feminismo ha sido una locomotora que no ha dejado de empujar los vagones del cambio.
Las conquistas sufragistas arrancan en 1920 en Estados Unidos y el efecto dominó hace que se expandan progresivamete por el globo; la Segunda República Española insufla a nuestros hombres y mujeres aires de igualdad; Simone de Beauvoir le da un aldabonazo al feminismo en 1946 con la publicación de El segundo sexo; en 1963 Betty Friedan combate en La mística de la feminidad el retroceso hacia un modelo obsoleto de relación entre los sexos, en los cuales profundiza Shulamith Firestone en La dialéctica de los sexos (1971); el feminismo de la diferencia pugna por quitarle el centro al feminismo de la igualdad desde Francia e Italia, de la mano de la mano de pensadoras como Luce Irigaray, Hélène Cixoux o Carla Lonzi; en los años 80 el feminismo empieza a institucionalizarse y, en consecuencia, a debilitarse; en los 90 una tercera ola sacude el movimiento y lo enriquece notablemente con aportaciones como la reformulación del concepto de género (Butler) y la teoría queer (Preciado). Aterrizar en el siglo XXI supone reasignar todos esos contenidos y proyectarlos hacia nuevas necesidades que tienen mucho que ver con la globalización y la retroalimentación o feedback.
De Alexandra Kollontai a nosotras, habitantes de un siglo que parece una olla a presión y da vueltas como una batidora de esas que sirven para montar las claras de huevo, han cambiado muchas cosas, o mejor dicho las hemos cambiado (las cosas no cambian solas). El mundo bipolar que enfrentaba capitalismo y comunismo, norte y sur, este y oeste, es ahora un magma fluctuante y líquido (Bauman) en el que todos podemos cambiar de posición en un instante, un enjambre digital (Byung-Chul Han) pegajoso como la miel.
Pero un siglo de feminismo moderno en pos de derechos concretos para las mujeres nos ha llevado a saber distinguir qué es la igualdad legal y qué es la igualdad efectiva. Cuando vemos tambalearse nuestra ley del aborto, crecer el número de víctimas mortales de la violencia machista, pasearse por las ciudades a un autobús que reparte transfobia, sabemos que las únicas conquistas reales son las que han venido para quedarse, porque ya hace demasiado tiempo que las conquistas van y vienen, avanzamos y retrocedemos, confiamos y nos mienten. Por eso de este largo y fecundo siglo de feminismo, si algo hemos aprendido es que no hay que bajar la guardia porque el enemigo es poderoso e imprevisible, y más que nunca puede venir de cualquier parte.
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