Farsante
En nuestra cultura capitalista, de demanda constante, rinde la personalidad


Yo quería ser John Wayne. O Clint Eastwood. O Franco Nero. O Gregory Peck, en El oro de Mackenna. En todo caso, cuando yo era niña no quería ser princesa, ni azafata, ni madre, ni esposa. Quería ser un cowboy. No es que quisiera ser un hombre: quería ser mujer (supongo: tampoco es que me lo preguntara por entonces), pero, sobre todo, quería ser alguien igual a esa gente que llevaba todas sus posesiones sobre el lomo de un caballo. Gente austera y valiente, que necesitaba poco, que se arreglaba con una hoguera, una cantimplora, una sartén, un plato de frijoles (en la Argentina decimos “porotos”, pero “frijoles” suena más épico), una manta. Gente que andaba por ahí sin más rumbo que la inmensidad, que no se quedaba nunca en ninguna parte, que no tenía más patria que la de su sombra, más ansia que la de partir. Entonces, de niña, si me preguntaban qué quería ser, yo decía “no sé”, pero, en el fondo, mi corazón gritaba: “¡Cowboy!”. Leo, en una entrevista que le hicieron hace ya tiempo al escritor argentino Fabián Casas: “En los primeros años de tu vida cargás combustible. Después no cargás muchas veces más. Depende de la calidad de ese combustible que cargaste si te va a durar durante toda la vida. Vos sos una determinada persona cuando las papas queman. La próxima estación de servicio está muy lejos. Cuando nacés tenés esencia. Después, empieza a aparecer la personalidad. La personalidad trabaja en contra de la esencia. En nuestra cultura capitalista, de demanda constante, rinde la personalidad. La personalidad como algo totalmente ficticio, de construcción, es una máscara. La esencia es lo que te sostiene”. Será eso, entonces. Que yo quería ser John Wayne. Que ese combustible a veces queda demasiado lejos. Y que, como supongo que les sucede a todos, en ocasiones me siento una máscara.
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