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Tribuna
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Las cuatro tentaciones del PP

En estos tiempos de fragmentación no basta con la gestión eficaz: hay que ofrecer proyectos

El vicesecretario de Organización, Pablo Casado, tras la última reunión del Comite de Dirección del Partido Popular.
El vicesecretario de Organización, Pablo Casado, tras la última reunión del Comite de Dirección del Partido Popular.MARISCAL

Vivimos en un mundo fragmentado. No es la posverdad sino la información a la carta la que está desgastando el sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene a los Gobiernos democráticos. Se produce así una fragmentación que polariza la política y crispa el debate público. En ese contexto, la intermediación política se convierte en una profesión de riesgo, y cualquier opción independiente parte con ventaja en el nuevo escenario político. Los partidos políticos se debaten entre adaptarse a esta realidad fragmentada, con soluciones segmentadas y una oferta política personalizada, o intentar liderar nuevas formas de agregación social. Del acierto en esta decisión depende en gran medida su supervivencia. Aunque actualmente se encuentra en una posición privilegiada, el Partido Popular no es ajeno a esta disyuntiva.

El primer reto al que se enfrenta es su irrelevancia en el País Vasco y Cataluña (donde vive el 20% de la población); una irrelevancia, además, que amenaza con hacerse permanente. En el mismo plano, aunque en una medida mucho menor, se encuentra la población urbana que vive en municipios de más de 50.000 habitantes (más de la mitad de la población española), y que durante la crisis ha visto reducido su poder adquisitivo y limitadas sus expectativas de bienestar futuro.

En las últimas elecciones un buen número de jóvenes dudaron entre PP y Ciudadanos, al que muchos ven como más cercano a sus intereses

El segundo reto son los jóvenes, millenials o nativos digitales. Una población decreciente (suponía un tercio del censo a principios de siglo y ahora ronda el 20%), que se siente la gran perjudicada por la crisis mientras afronta nuevos problemas como la competencia global o la ruptura entre los incentivos y el trabajo. Sus componentes se resisten a asumir que el futuro ya no es lo que era, un lugar irremediablemente mejor, y muestran desinterés por las formas tradicionales de hacer política mientras buscan opciones distintas de los partidos de siempre, contemplando con normalidad el pluripartidismo. No en vano, en las dos últimas elecciones, un buen número de ellos dudaron entre PP y Ciudadanos, al que muchos ven como un partido más cercano a sus intereses y su “heredero” natural. En unas nuevas elecciones podrían terminar de consolidar su voto hacia esa opción, lo que desmentiría esa regla no escrita de que el mero paso del tiempo sería suficiente para ir creando votantes del PP.

Esto plantea el tercer reto, consecuencia de los dos anteriores. La polarización creciente que se muestra en la diferencia enorme que hay entre las opciones, no sólo políticas, de jóvenes y mayores, habitantes de zonas urbanas y rurales, e incluso entre los partidarios de conservar el sistema político o ponerlo patas arriba. Esta polarización, que inicialmente favorecería electoralmente al PP, haría muy difícil la gobernabilidad y a largo plazo pasaría factura al sistema político en su conjunto.

La tentación de aprovechar la fragmentación es tan grande como el error que supondría caer en ella

El cuarto reto, y quizás el más peligroso, es el de la complacencia. Su posicionamiento como garante de la estabilidad lo ha convertido en un “valor refugio”, ideal para resguardarse en momentos de crisis, que le ha permitido seguir gobernando. Aunque coyunturalmente haya sobrevivido mejor que los demás, esta posición no puede convertirse en una opción permanente. Ante un desbordamiento de la inestabilidad, la opción refugio resultaría insuficiente para contener las propuestas populistas. Y ante una mejoría de la situación existe el riesgo del aburrimiento e incluso de la frivolidad de someter a debate, en nombre de “la ley histórica del progreso” que denunciaba Popper, las instituciones que han propiciado el bienestar que vivimos, considerándolas un obstáculo en lugar de una garantía.

En esta situación, que a la luz de la demografía se prolongará en el tiempo, la tentación de aprovechar la fragmentación es tan grande como el error que supondría caer en ella. En la crisis de la intermediación tradicional, es preciso sustituir la identidad, que se difumina como elemento de agregación, por otros elementos como los objetivos comunes y los proyectos. Es más necesaria que nunca la articulación de un proyecto de futuro capaz de dar respuesta coherente a los retos y hacer aceptable la complejidad sin caer en soluciones simplistas. Un proyecto que logre involucrar a una mayoría social en el mantenimiento del sistema político construido desde la Transición.

En esta labor la actitud y el tono pueden resultar más importantes que el Boletín Oficial del Estado. No basta con una gestión responsable y eficaz: es necesario también una respuesta política, de ideas, de organización y de comunicación, con argumentos y emociones.

Rafael Rubio es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.

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