Los viejos
Llamar “abuelo” a una persona mayor es reducirlo a una condición pastoril
En mi familia tenemos un prejuicio extendido: pensamos que todo aquel que trata de “abuelo” o “abuela” a una persona vieja con la que no tiene parentesco es un imbécil o un psicópata. Cada vez que escucho a un conductor de noticiero decir “nuestros abuelos” siento una ráfaga de furia. Llamar “abuelo” a un viejo es reducirlo a una condición pastoril, decirle que no es alguien con derecho a sentir deseo o deprimirse, que su existencia debe ser mansa y estar al servicio de arrear nietos ¿Alguien le habrá dicho “abuelo” a Cioran? ¿Y a Chavela Vargas? Quizás exagero, pero cuando escucho ese “abuelo” (usado con frecuencia como si fuera una forma de la dulzura y no una manera violentísima de establecer una relación de poderoso y sometido) siento que es la expresión —no la menos inocente, sí la menos cuestionada— del tenebroso desprecio y el histérico espanto que la sociedad siente por los viejos. Veo en la calle, a menudo, a personas tironeando de un viejo al grito de “¡Dale, mamá, caminá!”, o escucho variantes de la frase: “Callate, papá, vos no entendés nada”. Ni hablar de las aberraciones magnas: viejos encerrados sin agua ni comida por sus propios hijos; viejos abandonados hirviendo en un magma de escaras; viejos arrojados a la calle por sus herederos. No todos los viejos son buenos. Los hay aberrantes. Pero, buenos o malos, preferimos no verlos. En un mundo en el que hay cifras para todo —cantidad de mujeres golpeadas, de muertos de hambre, de animales en extinción— no hay estadística que mida la cantidad de viejos humillados, vejados, golpeados. ¿Cuántos son, cómo los matan? No estaría mal hacernos, todos, la pregunta que las mujeres —que llevamos siglos sabiendo lo que significa ser invisibles— hemos aplicado a nuestro género: ¿los viejos tienen derechos? O peor aún: ¿para qué queremos a los viejos? ¿Los queremos?
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