Gomita de pelo
Pienso en los daños permisibles a los que mi cuerpo se somete. Muertecitas a escala

Suelo llevar una goma en la muñeca por si quiero librarme de la presencia inmediata de mi pelo, por la razón que sea. No siempre es la misma, es un objeto sorprendentemente volátil para no tener autonomía motora, y lo suficientemente barato como para que tampoco trascienda en mi vorágine su pérdida. Por eso al cabo de la semana trabajo un excelso muestrario de recogecoletas de distinto color, grosor y diámetro.
A veces me aprieta un poco. No es insoportable, así que no me doy cuenta. Cuando me la quito se queda una marca sudorienta y rojiza. Se va a la media hora, pero yo me quedo con una sensación extraña. Ajena, he dejado que la goma me estrangule sutilmente la mano durante unas horas. Se ha producido en mí un intento leve de homicidio. Pienso en los daños permisibles a los que mi cuerpo se somete. Muertecitas a escala.
Mi comandancia, muy preocupada con otros agentes más vistosos -un tifón, un cáncer, peña que entra pisando fuerte (al menos, comparada con una goma de pelo)- ha permitido por omisión una levísima atrocidad.
Me mataban la mano y no me enteré. O no me avisé.
En la segunda afirmación me sorprende lo perverso. Porque, ¿qué puede pasarme bajo el yugo de una gomita de pelo? En la muñeca es obvio, queda una señal de asfixia. Una cicatriz extraña. Una tortura sutil que sucedió a mis espaldas. Y yo la contemplo ahora, más asustada de la marca que de la propia goma.
No me avisé. Y no sé cómo he acabado hablando de política. Busquen sus marcas permisibles y aborrezcan cómo los quisieron matar de a poquitos.
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