Domingo
Es domingo. El domingo es, a veces, una tierra donde lo único que queda es el combate. Voy a una exposición de gatos en un hotel del centro. La conjunción es enervante: gatos en un hotel alguna vez señorial que ahora, en el esplendor de su decadencia, imagino como un sitio donde el empapelado se desprende de las paredes con el crujido que tiene la tristeza y cortinas untadas de desgracia.
No sé por qué voy. ¿Por qué soy así, qué busco? Estaciono. Camino. Me abre la puerta un hombre joven, pálido, vestido con un chaleco verde y un pantalón marrón. Lo imagino durmiendo en una pieza sin ventanas, humillado por una inquilina que lo obliga a secar los azulejos del baño después de ducharse (tendemos a defendernos del espanto de tener vidas así endilgándoselas a otros).
La exhibición se hace en un salón chico. Hay mesas y, sobre las mesas, jaulas con gatos. Detrás de cada jaula, un dueño: los varones usan anillos de plata, suéteres con escotes en v por los que asoman pelos del pecho; las dueñas llevan los labios pintados de un rojo alarmante. Los gatos parecen muertos. Hay ruido y olor a orín y demasiada tintura para el pelo. ¿Qué hago acá, qué busco?
Veo a una mujer vieja con una vincha imitación orejas-de-gato besar en la boca a un gato que no tiene pelos. El horror tiene formas diversas. Salgo. Me abre la puerta el conserje pálido y siento ganas de hacer algo por él, o de que él tenga ganas de hacer algo por mí. Afuera, la luz del día es silenciosa, sucia. Pongo el auto en marcha, enciendo la radio. Suena Gloria, de Laura Brannigan.
Me veo con 15 años, aullando en una discoteca de pueblo con la euforia fácil de esos años difíciles: “Gloria, don’t you think you’re falling!”. Subo el volumen, intentando evocar algo que no sé bien qué es, pero no pasa nada. Regreso a casa. Enciendo el televisor. El domingo late afuera como un fantasma o como un miedo. No hay moraleja.
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