Fuego de campamento
Conservo una chaqueta con la espalda quemada como ‘souvenir’ de una noche en la que compartí un momento ‘boy scout’ con un aspirante a la presidencia del Gobierno
La reunión fue un éxito. Además, yo me sentía casi en casa, no solo porque me pareció un formato muy televisivo, sino porque el guest list era muy propio de mi salón de Madrid. Pero eso sí, con más presupuesto, bastante más espacio y mezclado con otros ingredientes. Después de una cena rica y telegénica, la oficiosa y escueta delegación socialdemócrata ocupó, sin pensarlo, la esquina a la derecha de Albert Rivera, el verdadero postre, dispuesto a responder a preguntas no oficiales en una especie de jornada de reflexión entre conocidos.
Todo fluía muy bien, el candidato desgranaba sus puntos de vista y la audiencia intervenía con facilidad, tanto que se oyeron en el público voces femeninas que no se habían oído antes de forma tan expresiva. Una de ellas, con apellido británico, llamó Al-bert, así con acento inglés, al joven político. Y eso animó un poco más la reunión, hasta que empezamos a oler a chamusquina, eso que ocurre cuando se queman las tostadas en una cocina pequeña. Y es que, aunque no esté bien decirlo así, yo llevaba el look estrella de la noche: un traje ligero de algodón y lino azul marino con cuadros en beis que combiné certeramente —eso me dijo una prestigiosa editora de moda— con unos zapatos bicolor. Como todo resultaba de apariencia bastante informal decidí sentarme en un escabel improvisado que, con los demás asientos, formaba un círculo irregular, como de fuego de campamento. Pero el fuego no estaba en el centro, no, estaba a la izquierda y justo detrás de mi espalda.
La anfitriona se había dejado llevar y no supo parar de encender velones por todas partes. Uno de ellos estaba lo suficientemente cerca como para contagiar su llama ardiente a la parte trasera de mi traje, provocando una humareda que se extendió por el porche, compitiendo en atención con las palabras de Rivera. Gran parte del auditorio tuvo que levantarse precipitadamente para evitar las llamas, alguien —probablemente mi marido— mencionó a Juana de Arco. Un caballero joven (menos mal) dio un paso adelante y ayudó a librarme del traje en llamas que terminó en el suelo frente a todos y todas, rociado por un vaso de agua de Vichy Catalán, mi agua con gas favorita, y catalana, como Albert Rivera.
Nuestro querido anfitrión se vio obligado a intervenir y nos tranquilizó a todos mientras le hacía un gesto a un orgullosísimo hostelero para que reiniciase la charla. Pasado el susto, y yo completamente ahumado, se reinició felizmente el mítin.
Antes de que se incendiara mi traje, estuve en la inauguración de la exposición sobre Caravaggio en el Museo Thyssen, y Guillermo Solana, su director, me preguntó qué me interesaba de Caravaggio. Seguramente su interés por rodearse de vagos y maleantes y luego transformarlos en algo admirable en sus pinturas. Solana, que es un pincel de varón, me explicó que el pintor renacentista tenía especial fijación por las uñas mugrientas y que una de las joyas de la exposición muestra un David con un importante torso pero con una uña pulgar ennegrecida.
Después me dirigió a otro David y Goliat, donde el primero es un adolescente y el vencido un señor adulto, casi como yo. “Podría desfilar perfectamente en cualquier carroza del orgullo gay”, deslizó el director con una cómoda sonrisa.
Donde al parecer hay mucha incomodidad es en el Cuerpo Nacional de Policía y es por el polo de uso oficial y veraniego. Han emitido hasta un comunicado advirtiendo de que “el nuevo polo es solo para un uso adecuado”, porque algunos miembros del cuerpo lo compran una talla más pequeña para que sus abultados tríceps, pectorales y hombros se conviertan en una alegría para los ciudadanos. “En España me entran ganas de delinquir un poco cuando veo a esos policías”, me confesaron en la reunión del candidato.
Hay más cosas que huelen a chamusquina, no solo mi exprecioso traje de cuadros grandes beis, sino también el Brexit, el Rajoyexit y el precipitado divorcio de Feliciano López y Alba Carrillo. Intenté ir a la tienda donde adquirí mi chamuscada chaqueta y me miraron de la misma forma que lo hizo Rivera en la velada oficiosa. Confundido y con susto. Les he explicado cómo sucedió y siguieron mirándome mal. “¿Qué hacía usted hablando de forma oficiosa con un candidato a la presidencia?”, me dijo uno, con fuerte acento del sur. “¿Y encima sospechan que puede haber una tercera elección? ¿O una cuarta? ¿Qué está pasando?”, me dijo, sonriendo. Tampoco supe cómo discutirle y he preferido mantener la chaqueta con esa trasera quemada —que recuerda a un cuadro de Tàpies— como un souvenir de la noche en que compartí un momento boy scout, un fuego de campamento, con un aspirante a la presidencia del Gobierno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.