¿Somos los padres masoquistas?
Nos apetece tener un hijo, pero hay que saber que existen puntos negativos que no te explican los amigos o en los cursos preparto
Mi momento de mayor relax en la tarde del domingo fue cuando bajé la basura. Desde que David (tres años) y Natalia (18 meses) se despertaron de la siesta, encadenaron, alternativa o simultáneamente, rabietas, llantos, peleas, enfados y desobediencia. Fue una de esas tardes en las que darlos en adopción parece la solución más suave, en las que piensas que abrir una escuela de fin de semana sería un negocio perfecto porque si a otros padres les pasa lo que a tí, das el pelotazo.
Pese a que tardes así ocurren con cierta frecuencia, estamos embarcados en una operación suicida en busca de un tercer bebé. ¿Por qué?
Analizándolo en frío, parece un comportamiento perfectamente irracional. Ya tenemos dos hijos, una cifra que para muchos es incluso demasiado. Encima, la parejita. Y aunque estamos en plenos terribles dos por partida doble (una se ha adelantado y el otro se resiste a salir), ya vamos haciendo algunos progresos que nos permiten vislumbrar el paso a la preadolescencia: David no lleva pañal ni carrito, Natalia come solita con la cuchara (a veces es más bien una desventaja) y dice algunas palabritas...
La semana pasada, preguntaba en mi entrada: ¿En qué habéis cambiado con la paternidad? ¿Cómo ha cambiado vuestra vida? Las respuestas fueron mayoritariamente positivas: la paternidad como algo maravilloso, una experiencia que se disfruta aunque cambie radicalmente la vida, que aporta felicidad, plenitud... Tanto como para no dar importancia a la falta de sueño, el cansancio, la pérdida de tiempo y aficiones propias, incluso en algunos casos tan importante como para aparcar gustosamente la carrera profesional.
Sin embargo, hay otros puntos negativos de la paternidad que no te suelen explicar los amigos o en los cursos preparto: días como el que he descrito antes, en los que lo fácil es perder los nervios y sientes una enorme frustración tanto hacia tu hijo como hacia tu propia capacidad para criarlo; padres o madres que descubren que no están hechos para serlo y sufren una crisis personal; parejas que se rompen porque no sobrellevan las discusiones y el cambio de vida y de relación que supone tener hijos; decepciones cuando no cumplen las expectativas que habíamos depositado, quizá injustamente, en ellos; por no hablar de la tensión que muchas veces preside las relaciones padres-hijos en la adolescencia y parte de la vida adulta...
Con todo esto, no es tan extraño que según estudios recientes, las personas que tienen hijos no parecen ser más felices que las que no los tienen, y algunas, incluso, son más infelices. "Las investigaciones recientes revelan que cuidar de los niños no es ni divertido, ni contribuye significativamente a la escala de felicidad, sino al contrario", explica Eduardo Punset en El viaje a la felicidad.
El libro cita a Norbert Schwarz, catedrático de Psicología de la Universidad de Michigan, según el cual "en la escala de preferencias de Kahnemann, educar a los hijos figura detrás de llevar una vida social, comer, ver la televisión o hacer la siesta (...). De hecho, cuidar de la prole es una tarea obligatoria y el ánimo que muestra la gente cuado se ocupa de realizar dicha tarea no es particularmente positivo si se compara con otras actividades".
"Tal vez los niños, como el sexo, representen ideales que inspiran y movilizan al ser humano, pero que a menudo no cumplen las expectativas generadas, o sólo las cumplen de forma ocasional o parcial", concluye Punset.
Un extenso e interesantísimo reportaje de julio publicado en New York Magazine intentaba responder a la cuestión de por qué, pese a todo, nos empeñamos en tener hijos. El texto se titulaba algo así como Todo felicidad, nada de diversión, y llevaba un subtítulo igualmente ilustrativo: ¿Por qué los padres odian la crianza? La reflexión que planteaba era que quizá había que entender la felicidad que muchos persiguen en el sentido de los antiguos griegos: llevar una vida provechosa, con un propósito, de forma que lo que importa al final no es la diversión que se tuvo, sino lo que se hizo con la vida.
Otra visión es la de la Alison Gopnik, autora de El filósofo entre pañales, un libro que explica cómo piensan los niños, cómo aprenden, entienden el mundo y lo transforman. Aunque recuerda que "sentimos que nuestros hijos son importantes" porque es "otro truco de la evolución que usan los genes para reproducirse", Gopnik afirma: "Nuestros hijos se hallan en la raíz de nuestros dilemas morales más profundos y nuestros triunfos morales más grandes. Nos preocupamos más por nuestros hijos que por nosotros. Nuestros hijos siguen viviendo después de que nosotros nos hayamos ido, y esto nos proporciona una especie de inmortalidad".
¿Dan los hijos realmente la felicidad? ¿Por qué los habéis tenido o queréis tenerlos?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.