Paso de cebra
Cuando se dio cuenta de que iba a morir, tropezó y cayó redondo
En mi época de corresponsal de pueblo, cuando trabajaba en un periódico, Diario de Pontevedra, que acaba de despedir al último periodista de talento que lo quería de verdad, los accidentes eran un acontecimiento social. Trabajaba en un lugar en el que costaba que pasasen cosas, uno de esos sitios a los que uno va al periodismo como a un servicio público y en donde a veces, para mantener el trabajo, había que hacer literatura o poesía, dos cosas que son como el amor: si se gastan en la juventud uno se siente liberado después.
En el primer accidente que me tocó cubrir no saqué la cámara por pudor y porque tampoco me aclaraba con el cadáver; en el último salí del coche gateando por el capó, hice una foto al morro y llamé a mi jefe llorando y riendo. Pocas cosas me han hecho más feliz que escribir mis propias iniciales en la página de sucesos, “de donde esperemos que no salgas” según el veredicto familiar cuando el chatarrero nos ofreció por el Ibiza 1.700 pesetas y una BH amarilla de sillín con respaldo. “Es cross”, le dije a mi padre en plan para qué queremos coche.
El miércoles, mientras esperaba a que el semáforo se pusiese en verde con la carretera semivacía, un anciano se echó a la aventura. Sé cómo se sintió porque lo hago a veces: se trata de resolver un problema en vivo calculando la velocidad del coche que se acerca y el tiempo del que se dispone. Como experto, lo reprobé al momento: no se daban las condiciones. Pero el hombre confió en sus fuerzas. Cuando se dio cuenta de que iba a morir, ni más ni menos, tropezó y cayó redondo. Por suerte, en la mitad de los dos carriles.
Se produjo un griterío de ocasión de gol en los semáforos. El coche frenó a su lado. Al llegar a la acera el hombre dijo airado que se encontraba bien y se abrió paso entre micrófonos como los toreros en Barajas. Yo me di la vuelta y lo seguí (siempre sigo por curiosidad a gente que no sé si ha muerto). En la esquina, a 300 metros, se dobló sobre sí mismo, se palpó las rodillas y tembló como un bebé.
Lo veo en los demás y me lo veo a mí mismo: la soberbia, la entereza fingida, a veces el ego, que no es más que una montaña de inseguridades, de fragilidades y de palparse las rodillas antes de echarse a llorar solo. Escribí sobre el accidente: el único con final feliz y el que peor cuerpo me dejó nunca. A veces los muertos son lo de menos.
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