Cadáveres exquisitos
A las 21.30 del lunes perdí la esperanza en la humanidad cuando leí por enésima vez a alguien indignado con que hubiera gente no familiarizada con la figura de David Bowie, cuya muerte se había confirmado aquella mañana
A las 21.30 del lunes perdí la esperanza en la humanidad cuando leí por enésima vez a alguien indignado con que hubiera gente no familiarizada con la figura de David Bowie, cuya muerte se había confirmado aquella mañana. Adoro a Bowie, pero no tendría ningún problema en enamorarme de alguien que lo aborreciera o, incluso, que ignorara su obra. Unos lo califican como falta de criterio; otros, desesperación por pillar. Yo lo llamo sensatez. Soy fatal poniendo nombres. No quieren saber cómo se llamaba mi perra. A las 20.15 del martes fui por primera vez a correr al Retiro. Sobre el minuto 12 pensé que me moría. Un desastre. Mi madre se hubiera puesto muy triste y dejaba ropa por tender. Aunque lo peor de todo hubiera sido que el fallecimiento de Bowie, que aún coleaba, casi seguro que opacaba el mío. Nadie iba a preguntar en Twitter quién demonios era yo y qué había hecho en la vida. Nadie discutiría acaloradamente sobre cuál de estas columnas debía ser leída en mi sepelio. Finalmente, logré terminar la vuelta al dichoso parque adelantando a un gordo y me fui a un restaurante bueno a celebrarlo. A las 22.15 del miércoles, accidentalmente, comí quinoa. A las 15.20 del jueves salía de casa de Joaquín Sabina. Habíamos pasado 45 minutos hablando de la muerte sin mentarla. Bromeé con que aquello se había parecido a ese juego llamado 'cadáver exquisito' con el que tanto se entretenían Tristan Tzara y compañía. Dije cadáver y Sabina se encendió un Ducados con mi mechero. Nos vamos juntos o separados, pero nos vamos al mismo sitio. Allí, aunque nos odiemos o no nos reconozcamos, nos saludaremos. No habrá nada mejor que hacer.
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