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El juicio sin fin de Polanski

La sintonía con Washington del partido polaco Paz y Justicia reabre el debate sobre la extradición del director, 38 años después de haber violado a una menor

Roman Polanski no ha logrado nunca llevar a cabo la versión cinematográfica de Los miserables, pero su fuga de la justicia americana evoca las aventuras y desventuras de Jean Valjean, protagonista de la novela de Victor Hugo que elude durante tres décadas y un millar de páginas la persecución del inspector Javert hasta que terminan encontrándose.

Les diferencian los delitos. Valjean era un ladrón en tiempos de hambruna cuyo historial delictivo se complicó por sustraerse a la primera condena, mientras que Polanski cometió un delito que no prescribe en Estados Unidos, la violación de una menor de edad —13 años— a la que previamente había administrado sustancias estupefacientes.

Que la víctima, Samantha Geimer, lo haya perdonado no ha conmovido la pertinacia de la justicia estadounidense. Inspirada en la obstinación de Javert, la Fiscalía ni se apiada de la edad del cineasta (83 años) ni se resigna a tolerar una "fuga" que se ha prolongado 38 años, es decir, cuando Polanski decidió huir de Estados Unidos para prevenirse de una condena ejemplar o ejemplarizante.

Es la razón por la que no ha podido regresar ni recoger su único Oscar (por El pianista, en 2002). Y el motivo por el que los sabuesos americanos se han dedicado a perseguirlo. Estuvieron cerca de extraditarlo cuando Polanski fue detenido y hasta encarcelado en Zúrich (Suiza) en 2009, aunque el último episodio de la cacería se remonta a la semana pasada: un juez de Cracovia (Polonia) esgrimió que no procedía entregarlo porque el director francopolaco ya había expiado 42 días de prisión a cuenta del delito que se le imputaba.

¿Ha expiado ya su culpa el cineasta?

R.A.

Cada vez que reaparece el caso Polanski, se movilizan sus amigos y sus partidarios —Almodóvar, Woody Allen, Godard— para defenderlo y confortarlo, coreografiando una desmesura corporativa que confunde el talento, la amistad y la responsabilidad, y que también se arraiga en la insistencia con que la víctima de la violación, Samantha Geimer, ha exculpado al cineasta, incluso declarando el lunes que la persecución es "ridícula". Técnicamente hablando, el delito que cometió Polanski  ha sido sólo expiado con 42 días de reclusión, pero las leyes del karma se han demostrado bastante más duras, tanto por el exilio posterior a la condena —casi  40 años— como por la persecución, el permanente revuelo mediático y las desgracias que se han amontonado en su vida. Empezando por la muerte de su madre en Auschwitz y por el crimen brutal de su primera esposa, Sharon Tate, a manos de Charles Mason en 1969.

Se refería Dariusz Mazur al acuerdo que alcanzaron Polanski y la Fiscalía americana en 1978. O al amaño, pues la millonaria indemnización a la víctima sirvió para edulcorar la responsabilidad del cineasta. No se trataba de una violación ni de un rapto. Se trataba de una relación consentida con una menor, de forma que Polanski aceptaba someterse a una estratagema psiquiátrica y a recluirse seis semanas en la prisión de Chino (California).

La abandonó con un permiso que le consentía viajar a Londres. Y que fue su pasaporte a la impunidad, pues los términos del acuerdo triangular —al que llegaron la víctima, Polanski y la Fiscalía— irritaron la conciencia de Lawrence Rittenband, un juez estrella californiano entre cuyos expedientes descollaron el divorcio de Elvis Presley, la custodia de un hijo de Marlon Brando y una reclamación de paternidad a Cary Grant.

Le convenía la repercusión del caso Polanski, y no le convenía a este el encelamiento del magistrado, de tal manera que el cineasta aprovechó una escala técnica en París como pretexto providencial para exiliarse, consciente por añadidura de que no existían, ni existen, tratados de extradición entre Francia y Estados Unidos.

Polanski se convertía en el argumento de una crisis diplomática y obtenía la solidaridad corporativa de sus colegas, más o menos como si el indiscutible talento del realizador de La semilla del diablo (1969) añadiera un matiz condescendiente a una concepción desinhibida de las relaciones sexuales y a las convenciones entre adultos, efebos y lolitas. ¿Acaso no se había acostado Polanski con Jacqueline Bisset cuando tenía ella 15 años? ¿Y no era cierto que Samantha Geimer le fue ofrecida por su madre bajo el pretexto de una sesión fotográfica soft en la casa de Malibú de Jack Nicholson?

Tienen peligro las preguntas porque vacían la responsabilidad de Polanski, con más razón cuando Geimer, exiliada voluntariamente a Hawai y madre de tres hijos, declaró a Time en 2003 que "había sido violada".

El director sale de un juzgado de Santa Mónica en 1976. 
El director sale de un juzgado de Santa Mónica en 1976. ap

"Pero siempre me he sentido incómoda con el término violación", añadía. "No quiero dramatizar. Para mí violar implica algo violento y sucio. Y no sucedió nada parecido allí. Hubo sexo sin mi consentimiento, quede claro. Pero ocurrió hace muchos años, y quiero que se deje en paz a Polanski. Ni tengo rencor ni tengo simpatía hacia él. Es un extraño".

La fuga de Polanski no ha terminado. Ni siquiera con la sentencia del juez polaco Mazur. Primero, porque es recurrible. Y, en segundo lugar, porque la victoria del partido Paz y Justicia en los recientes comicios polacos predispone a una sintonía entre Washington y Varsovia respecto a la hipótesis de una extradición.

Ya había declarado el líder Jaroslaw Kaczynski durante la campaña que aceptaría entregar al compatriota Polanski porque "no se puede dar un trato diferente a alguien por el hecho de ser un director de cine de fama, y la Justicia ha de ser igual para todos".

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