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MIRADOR
Columna
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Ambiciones

La dimisión de Arantza Quiroga al frente del PP vasco ha sido tratada como una anécdota política

David Trueba

La dimisión de Arantza Quiroga al frente del PP vasco ha sido tratada como una anécdota política en las horas agitadas de la conformación de listas de cara a las próximas elecciones. Culmina así la mirada frívola que ha caracterizado el paso de esta persona por la vida política. Si su irrupción vino jaleada por un caudaloso reguero de atenciones mediáticas que tenían demasiado que ver con su saludable aspecto externo y hasta con sus hábitos anticonceptivos, el episodio de su dimisión y sustitución por un cargo fiel al liderazgo central, culmina la ramplonería. El proyecto abortado de Arantza Quiroga apunta a la línea de flotación de una estética de poder que ha definido la legislatura de Rajoy, fundamentada en la petrificación de los problemas, lo estático como único movimiento y permitir que los conflictos se pudran bajo la autoridad de la gimnasia pasiva. Nadie le puede negar su eficacia en el corto plazo, termina sus cuatro años de gobierno en condiciones de volver a ganar las elecciones, pero una mirada ambiciosa hacia el futuro de nuestro país ofrece una estampa mucho más desoladora.

Estos cuatro años sin asesinatos ni atentados conceden un espacio precisamente para celebrar lo contrario, la ambición política de quienes se movieron para cambiar las cosas, para variar las rutinas aún a riesgo de perder en el esfuerzo su crédito y su comodidad. Nadie sabe si los españoles son conscientes de ello, pero fueron tan atronadoras las frases que culpaban de traidores a quienes se movían en ese cenagoso proceso negociador que conviene recordar el mérito de todos los implicados en el final del terror. La ambición política de Arantza Quiroga se basaba en una nueva orientación estratégica del partido, pero cuando una escuela política fomenta y bendice el juego del escondite, asomar la patita es tan solo un gesto condenado a la mutilación.

Estamos inmersos en un proceso que la aparente inmovilidad no va a evitar que se produzca. Abarca demasiados años y demasiadas sensibilidades, pero la victoria principal es la de haber llegado todos al acuerdo de que el asesinato es injustificable. Así van surgiendo también libros curiosos, como el brevísimo descargo de conciencia de un encargado de las políticas de asilo francesas en plena transición española, que ha dejado constancia en "El camino de los difuntos" del funcionamiento impune de la guerra sucia. El librito de François Sureau se viene a sumar a otros relatos del dolor de víctimas o familiares y de tantos otros salpicados por la irresponsabilidad, la ceguera y el dogmatismo.

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