Al final, lloró
Lloré cuando me dejó aquella novia. Cuando volvimos y, al cabo de una semana, la dejé yo, también lloré
Recordaban esta semana Matt Damon y Ben Affleck cómo en el primer día de rodaje de El indomable Will Hunting ambos se echaron a llorar en el momento en que se gritó "acción" y Robin Williams, protagonista de la cinta, empezó a recitar las líneas de diálogo que habían escrito. Lloraron de alegría, algo que siempre me ha parecido un desperdicio. Soy más de llorar en los finales, como cantaban los escoceses Belle and Sebastian en Get me away from here I'm dying (Sácame de aquí, estoy muriendo), una de las más bellas canciones jamás escritas. Cualquier final me sirve. Lloré cuando acabé el colegio, pues parecía el fin del mundo. También al terminar la universidad: se acababa el mundo, ya era oficial. Lloré cuando me dejó aquella novia. Cuando volvimos y, al cabo de una semana, la dejé yo, también lloré.
Pero no solo suelto galones de lágrimas en los finales. También me hacen llorar los aviones. He sollozado como un niño viendo Miss agente especial en un vuelo a Buenos Aires. Años más tarde, en el mismo trayecto, vi la segunda parte, que es emocionalmente mucho más dura, y casi me ahogo en mis propias lágrimas. Se me han empañado los ojos con Cars a 10.000 metros de altura. Volviendo de Dubái estaba en el menú Cómo entrenar a tu dragón 2 y no tuve cojones de ponérmela. Entonces, la aerolínea Virgin Atlantic ya había publicado un estudio en el que el 41% de sus pasajeros afirmaba haberse cubierto con la manta para evitar que los demás les vieran sollozar. Me sentí menos solo, aunque la soledad jamás me ha hecho llorar. Se parece demasiado a la alegría.
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