_
_
_
_
Tentaciones

¿Por qué hay gente que quiere vivir sin sexo?

La asexualidad es una opción cada vez más visible, y afloran las organizaciones de personas que simplemente prefieren no hacerlo

Foto: Adrián González-Cohen
Foto: Adrián González-Cohen

La asexualidad es una identidad que pone en cuestión el nuevo dios al que adorar: el sexo. Vivimos en una sociedad que podríamos denominar sexocentrista. Las oraciones del nuevo siglo son cantos erótico-festivos que excluyen por completo la posibilidad de no manifestar un interés por el sexo. Porque el chocolate está muy rico, ¿no es cierto? Pero no a todo el mundo le gusta. Pues eso.

A pesar de tratarse de una identidad minoritaria, la asexualidad va haciéndose un hueco y dando voz a sus reivindicaciones. En 2001 David Jay funda la web AVEN (Asexual Visibility and Education Network) que se convierte en la comunidad asexual más grande del mundo y principal fuente de información. Gracias a ello, el colectivo asexual ha conseguido hacerse más visible a través de las redes. Ejemplo de ello es la campaña que se inició en Twitter con el hashtag #AceDay (día del as en inglés), que pretendía celebrar el primer “Día de la Visibilización Asexual”. Las personas participantes tenían que hacerse un selfie mostrando un as que, según del tipo que fuese, correspondía a distintas variantes dentro de la asexualidad:

Sin embargo, no podemos negar que la baraja sigue siendo bastante monotemática y las cartas restantes giran en la misma dirección: sexo, sexo y más sexo. Se da por hecho que este concepto genera algún tipo de estímulo en todo el mundo y representa, además, un aliciente para el consumo, por lo que se explota en cantidades industriales en el ámbito publicitario. ¿Dónde quedan quienes no manifiestan ese interés? ¿Cómo se mueven en este contexto hipersexualizado? Un poco a la manera de Sin noticias de Gurb, con aquel simpático extraterrestre que se pasea por una Barcelona que no entiende, así se siente una persona asexual en nuestros días:

No sé qué son las ganas irrefrenables de acostarse con alguien. Si me preguntan diré que me parece más divertido comer un yogur sabor kiwi. Tampoco sé lo que supone cruzarte con una persona que tiene ciertas características estéticas y anhelar de ella un roce erótico instantáneo. El tonteo, el coqueteo como lo llama la gente “sexual”. Reconozco la belleza porque a todas horas la cultura se encarga de hacerme saber qué vale y que no vale, desde películas como Love Actually hasta un videoclip de Pitbull, pasando por los anuncios de depilación femenina en los que la zagala se afeita un sobaco ya calvo.

Disfruto de una buena conversación, cuando es muy intensa noto cómo me sube un calorcillo por la nuca. Entonces la otra persona me mira con ojillos camelantes y leo perfectamente cómo busca de mí un contacto sexual explícito. Ahí es cuando le digo que se me ha muerto el unicornio y me transformo en riachuelo para pasar mejor por el resquicio de la puerta del bar. Con el tiempo, he ido mejorando el método de huida. Al principio me transformaba en cabra, pero me acababa dejando los cuernos contra la pared y rara vez encontraba la salida.

He ido al psicólogo treinta veces, ni una más y ni una menos. Mi carta de presentación fue “Todas mis amigas suspiran por los huesos de alguien, ¿por qué yo no?”. Me preguntó si me masturbaba, luego me dijo que probase a meterme un consolador por el coño y, finalmente, me diagnosticó Trastorno del Deseo Sexual Hipoactivo. Me sonó a Teletienda. El tipo se puso pesado y se empeñó en hormonarme. Le dije que me comiese el caldo de verdura a cucharones (humor asexual refinado. Gracias).

Con 27 tuve mi primera pareja estable. Carla no era asexual y, al principio, le costó bastante la idea de que mi apetito por su cuerpo no fuese muy alto, pero abrimos la relación. Ella tenía otras parejas sexuales y yo mi nevera llena de lácteos. No me incomodan los besos en la boca ni el toqueteo, incluso a veces nos hemos acostado porque sé que para ella es algo importante, otro formato más de comunicación humana, y lo respeto.

He tardado quince años en darme cuenta de que el problema no lo tengo yo, sino la sociedad, que utiliza el sexo hasta para vender un spray antigrasa. Una cultura obesionada con el sexo fabrica seres hipersexuales y, desde luego, sudo mares oceánicos de drogarme para follarme hasta mi sombra. Bastante tengo con evitar que me caduquen los yogures.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_