Vida a la intemperie en Buenos Aires
No pensamos suficientemente qué implica que repitamos, como si cualquier cosa, que vivimos en nuestra casa. Haciéndolo, remarcamos la importancia que cobra tener un sitio en que vivir, porque lo que hace cada cual en su casa es ciertamente vivir, lo que viene a decir que lo que hace fuera no es exactamente vida. Habitar es, de este modo, sinónimo de vivir y el lenguaje nos impone la evidencia de que no tener casa no es no tener vida privada, sino no tener vida, a secas.
De ahí que resulte simbólicamente elocuente la figura del sin techo, el homeless, aquel que se caracteriza por no tener casa fija, sino por haber adoptado el espacio público como lo que este no podría bajo ningún concepto ser: una cierta forma de hogar. Su imagen nos resume de manera visible el drama de aquel que lo ha perdido todo, que no tiene punto fijo al que volver y que, por ello, vive a tiempo completo la experiencia desubicada, dislocada del viandante.
Ese individuo vive en la calle, a diferencia del resto de urbanitas, que en la calle podemos hacer cualquier cosa, menos vivir. Por otro lado, el sin techo es aquel que lleva al extremo la condición que el espacio público se arroga de espacio de y para los usos, puesto que le saca el máximo provecho a elementos del mobiliario o a instalaciones que en principio sólo podrían ser empleadas de paso. Como el mobiliario urbano es "protegido" de ese empleo que lo convierte en habitable es uno de los aspectos más detestables de lo que se ha dado en llamar "urbanismo preventivo".
El sueño dorado de gobiernos y clases medias de un espacio ciudadano no en el que la miseria y la desigualdad no existieran, sino en que simplemente no se vieran
La visibilidad del sin techo es, entonces, la de un personaje absolutamente público, puesto que está en estado de permanente exhibición. Resume la idea misma de marginación social, que se aplica a quienes han sido borrados de cualquier punto estable del orden social de posiciones. Han perdido sus referentes primarios situados en el interior, y ya no tienen ni siquiera eso que damos en llamar "un lugar en que caerse muerto". Tachados, dados de baja en la vida social normalizada, su lugar es el no lugar: los vestíbulos de las estaciones de tren o de metro, los bancos públicos, los cajeros automáticos, los zaguanes, las antesalas de los comercios...
Ese ejército de seres sin hogar lo conforman hombres y mujeres que forman un universo urbano paralelo y subterránea. En extremo vulnerables, son acosados por la policía y víctimas de todo tipo de ataques por parte de simples gamberros o de grupos que asumen la tarea de “limpiar” la ciudad de lo que es percibido como un desecho, un detritus humano que ha sido lanzado a la calle, como un mueble viejo o un electrodoméstico inútil. El paralelo con el perro callejero se hace inevitable, puesto que, como él, carece de refugio y se ve obligado a vagar por las calles, viviendo de las sobras, sin el afecto del que se supone que el nicho es la vida doméstica. Carecer de domicilio es entonces carecer de identidad reconocible, verse convertido en un merodeador profesional que acaba deviniendo parte del paisaje urbano de las ciudades.
Una investigación aborda este asunto tal y como se está dando en una gran capital concreta: Buenos Aires. El trabajo se titula La ciudad y el encuentro de la diferencia. Adultos que viven en la calle y mujeres que habitan en hoteles-pensión. Ciudad de Buenos Aires, 2007-2011, lo firman Martín Boy, Juliana Marcús y Mariano D. Perelman y lo acaba de publicar en su último número, el 89, de la revista Estudios Demográficos y Urbanos, editada por El Colegio de México. Su asunto es cómo se están produciendo en estos momentos transformaciones urbanas y urbanísticas que están haciendo aumentar e intensificar los procesos de expulsión de la vida social de un número creciente de personas, víctimas de todo tipo de marcajes que los señalan con el dedo como indeseables que mejor fuera que no existieran, porque son incompatibles con el sueño dorado de gobiernos y clases medias de un espacio ciudadano no en el que la miseria y la desigualdad no existieran, sino en que simplemente no se vieran.
Uno de ellos, el de las personas que viven en las calles y plazas céntricas de la capital argentina, sometidas a un escrutinio constante que los reconoce como sucios, contaminantes y cada vez más factor de afeamiento del paisaje urbano que afecta ya no solo las miradas de lo que atinadamente se presenta como la "sociedad domiciliada", sino que entorpece las políticas gubernamentales y empresariales de promoción de Buenos Aires en el mercado latinoamericano de ciudades.
A pesar de ello, esa gente que vive a la intemperie, en sentido literal y metafórico. La investigación que aquí se elogia aborda cómo el colectivo de personas sin techo se apropia del espacio urbano y consigue hacerlo habitable, y como despliega sus estrategias de resistencia a base de algo parecido a un juego del escondite: ora hacerse visible; ora desaparecer de la vista de los demás. Es cierto que muchas de estas personas se resignan a la imagen que la asocia al vicio o a la locura, pero también pueden pugnar por mantener su dignidad y desplegar sus formas no solo de sociabilidad, sino también de resistencia. Estos últimos saben que más que vivir, sobreviven, pero, con todo, miran a la cara a quienes les miran y reclaman para sí, de nuevo, el viejo derecho a la ciudad.
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