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NOTICIA DE AGOSTO (II)
Columna
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Sobre las rodillas rebeca para disimular

Cuando Mariña me dejó empecé a publicar cartas al director: si ella no me escuchaba, me escucharía toda la ciudad

Manuel Jabois
EVA VÁZQUEZ

El periódico de José Antonio Ventín, uno de los primeros diarios de la historia especializados en esquivar noticias, estaba en las afueras de la ciudad, sobre una loma. Como la vista era magnífica, Ventín bajaba la persianita de su despacho haciendo chasquidos con la lengua, como si desde allí pudiese presenciar, en obscena primicia, algo parecido al 11-S. No era raro pensar que, si ocurriese algo así en Pontevedra, Ventín lo relegase a páginas traseras con la excusa de que ya había pasado algo parecido hace años.

Yo había empezado a trabajar allí por desamor, como aprende todo el mundo oficios en extinción. Cuando mi novia me dejó empecé a escribir cartas al director en un arrebato municipal. Había decidido que si no me escuchaba ella, me escucharía toda la ciudad.

Yo había visto en el instituto Sánchez Cantón cómo Manolo Lunas, con el corazón arrasado, se colgó de madrugada en la fachada y pintó bien grande: “María Segovia, no te olvido”. María Segovia no volvió con él en la vida, pero aquello no hubo funcionario que lo borrase. Todas las mañanas cientos de chavales entrábamos en un edificio en el que se leía: “María Segovia, no te olvido”. ¿A estudiar? Eso ya era lo de menos: llegábamos a clase eufóricos. No sé Manolo Lunas, pero ninguno de nosotros al cabo de 30 años habíamos olvidado a María Segovia.

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Mis cartas al director, todas ellas, eran una especie de “Mariña Martín, no te olvido”. Hasta cuando hablaba de los desperfectos en las aceras estaba hablando de ella (“cualquier chica, cualquier dulce lirio rubio, podría dañarse un tobillo”). La madre, que era suscriptora (ser suscriptor de un diario local es como ser Carlos Slim), se estaba volviendo loca.

Mariña era una chica de ojos grandes como balones de rugby. Reía con una mano delante, como una señorita francesa de pieles muy blancas. La conocí en La Madrila, un local famoso porque en junio regalaba una botella de champán al que presentase el boletín con todas para septiembre. Yo tenía 18 años y ella, 15. Los sábados nos enrollábamos en los portales y delante de los taxistas, que se la llevaban a dormir al barrio de los pijos.

Formalizamos la relación el día que la fui a buscar a la puerta del instituto. Mariña y yo sabíamos que aquello era aún más íntimo que presentarse en el cuarto de sus padres. Salió con un blazer azul y unos vaqueros de pitillo, la melena rubia suelta y rizada como caracoles en estampida. Hizo corro con sus amigas (“¿Está bueno de día? Ay, espera, que me vea hablando un poco con vosotras, que voy a parecer desesperada por morrear”) y luego se vino hacia mí. Recuerdo tan bien aquellos pasitos asustados de Mariña que creo que aún se están produciendo ahora; parece que siguen viniendo desde alguna parte, como si se hubiese dejado algo de entonces. Paramos a beber una fanta de naranja y a mí me latía tan fuerte el corazón que me fui corriendo al baño con las piernas temblando; tras echar el seguro me puse en cuclillas susurrando: “Qué tienen las chicas, qué tienen las chicas”.

Duramos tres años. Todos los sueños literarios que compartí con ella cambiaron de objetivo: se dispusieron para que volviese conmigo. Yo iba a ser alguien. Yo iba a escribir, a bote pronto, cartas al director. Toda la ciudad escucharía mi aullido. Detrás de cada queja por el tráfico latiría un profundo amor por Mariña.

Un día me encontró sentado en un banco frente a su portal con un ramo de rosas tan grande que no se me veía la cara:

—Qué quieres ahora.

—Mira cómo os tienen el barrio, voy a escribir una carta que se va a enterar el Ayuntamiento. Con lo de derechas que sois aquí.

Esa tarea mía de escritor comprometido la convenció de que seguía loco por ella y mostraba hacia mí un desprecio mayor. Si hubiese ganado el Nobel me hubiera denunciado por acosador.

Tras varios meses escribiendo cartas, me llamaron del periódico. Al principio creí que me llamaban para reclamar el texto. Pero no: mi apatía por la actualidad debió de gustar a Ventín, que me había hecho llamar a su despacho. Estaba asombrado, dijo, por mi capacidad para describir la normalidad. “Una calle sucia, una ramita que cruje...”, enumeró. Era un rasgo de primer orden.

—En un diario tenemos dificultad para cubrir páginas. Es una tarea titánica, como la de cubrir vacas.

La comparación me dejó un poco descolocado. Ventín era un hombre de metáforas extrañas. Quise borrar la imagen de él encima de una vaca pero fui incapaz durante los primeros veinte días. Para mí Ventín, sin conocerlo de nada, era un semidiós. Había una conexión entre él y Estocolmo de la que yo no era consciente. O quizás sí; quizás todos los directores de diarios locales saben que son el primer paso para ganar el Nobel de Literatura. Caro, desde luego, no lo cobran.

—Le gusta escribir a usted.

—Así es, señor.

—¿Y qué le parece si hacemos algo con esa pulsión suya?

—No le entiendo.

—Le digo que necesitamos a un redactor. Alguien que se encargue de las cuestiones vecinales. De que no pase nada —dijo misteriosamente.

Me acompañó hasta la puerta, escrutó la Redacción con mirada felina y se volvió a encerrar en su despacho. Mis compañeros, en cuanto Ventín les dio la espalda, dejaron de fingir que no hacían nada y continuaron trabajando.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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