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PORQUE LO DIGO YO
Columna
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La puta calor

El boxeador Perico Fernández concentra algunos clichés de juguete roto y elude otros

Perico Fernández, en una imagen de 2011.
Perico Fernández, en una imagen de 2011.Javier Cebollada (efe)

Un día de verano de 1975 el boxeador zaragozano Perico Fernández, un ídolo nacional, defendía en Bangkok su título mundial de los superligeros ante el tailandés Muangsurin. Hacía 45 grados y el ring era una caldera. De pronto, en el octavo asalto, Perico paró de bailar y se fue. Nadie se lo explicaba. Para millones de españoles el chasco fue descomunal. Esa noche Perico murmuró un pretexto para la historia: “La puta calor”.

El boxeo ya no está en el aire pero en los años setenta los combates se emitían después del telediario. Perico fue un fenómeno popular en la España de la Transición. Tumbaba a los rivales con grácil facilidad y su chispa explotaba en los programas de Íñigo, José María García, Pedro Ruiz y Mercedes Milá. Tenía salidas surrealistas y sólo dejaba de ser tartaja cuando cantaba. Su estrella se apagó al tiempo que la propia Transición. Luego, mientras se enaltecían los toros, el boxeo se borró del mapa y se condenó como un gueto de marginales y apestados.

Perico concentra algunos clichés de juguete roto y elude otros. No conoció a sus padres, fue encerrado en un orfanato y sus puños de oro le subieron a la cima. Su reinado fue fugaz porque era un tarambana pero hubiera sido demasiado pedir que de aquella infancia de terror surgiera un chico responsable. Sin embargo, con la misma mano brutal que le hizo célebre, pintaba lienzos naifs en los que afloraba una sensibilidad inesperada. Y le sobraba gracia. Tuvo tres hijos de distintas mujeres y a los tres les llamó Pedro. En sus horas bajas, para agradecerle la gloria que había dado a la ciudad, Triviño, el alcalde de Zaragoza le ofreció un puesto de celador en el Ayuntamiento y Perico rechazó la propuesta con estas palabras: “Si quieren a un portero, que fichen a Zubizarreta”.

Pero sus últimas noticias no son ninguna broma. Llegó a dormir en el cuarto del burdel de un amigo y ahora, a sus 62 años, en un psiquiátrico, ya ha olvidado que una vez fue el mejor, y el más gracioso, del mundo.

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