Ruanda como España o Argentina, los cuerpos en las cunetas
Por Analía Iglesias
¿Todavía hay cosas por decir de la matanza de 1994, en Ruanda? ¿queda algún horror por narrar, alguna responsabilidad que denunciar, otra complicidad por apuntar sobre el genocidio más concentrado de la Historia: casi un millón de personas asesinadas en 100 días? Con todo, seguro hay espacio para algo que no sea el rencor en alguna colina ruandesa y en la voz de quienes se prestan a los análisis de aquel exterminio de hombres, mujeres y niños.
Desde entonces, solo desde entonces, todos sabemos pronunciar "hutu" y "tutsi" (aunque ambos pueblos llevaban allí siglos de convivencia y conflicto agravado por la injerencia colonial). Casi no nos hemos atrevido a ir un poco más cerca, algo de lo que justamente han sido capaces el griego Angelos Rallis y el austríaco Hans Ulrich Goessl en el magnífico documental A place of everyone/ Un endroit pour tout le monde ("Un lugar para todos").
La necesidad del ritual como metáfora y mecanismo de cierre. El dolor y la resiliencia en 'A place for everyone' ("Un lugar para todos"). Fotograma del filme de Angelos Rallis y Hans Ulrich Goessl.
Gran Premio del Jurado en la categoría documental, elegido de forma unánime, hace unas semanas, en la 4ta. edición del Festival Cinéma et Memoire Comun de Nador (Marruecos), el filme viene dando que hablar en muestras europeas y africanas por su honesto acercamiento a un tema que ha dejado un rastro de dolor que atraviesa generaciones. Pero, sobre todo, la película amplifica la idea de intentar cauterizar algunas heridas para poder continuar más o menos juntos, del lado de la vida, al cabo de 20 años de intentos y en un clima de "frágil" reconciliación, como señalan los realizadores.
Rallis y Goessl evitan hablar de política. La elección es dejar el corazón al aire, el suyo, el de los protagonistas y el de los espectadores. Permitirse sentir y permitirnos sentir a través de un acercamiento bella y rigurosamente cinematográfico. De eso se trata este viaje a un pequeño pueblo ruandés, al cotidiano de tres o cuatro círculos familiares en torno al dolor.
A lo largo de cuatro años, los cineastas recogieron testimonios y devenires sobre la posibilidad del encuentro con el otro: el asesino o el aliado del asesino o el vecino del asesino. Las preguntas que se plantean los entrevistados suenan absolutamente sinceras. Por supuesto, hay miedo y desconfianza en las respuestas. ¿Cómo hacer maleable el hierro de la angustia en la garganta para encontrarte con el asesino de tu madre y que te diga dónde la enterró? ¿Cómo permitir a una hija que se case con una persona perteneciente al grupo de los "verdugos"?
Aunque "verdugo" no signifique compartir ideología o misión sino, quizá, solo un rótulo de pertenencia y una tarjeta de identidad étnica (vaya concepto).
Tarjetas de identidad étnica, sí, como modo de burocratizar el absurdo de la raza y, de paso, sistematizar la persecución. Algo que bien saben hacer las dictaduras; por caso, la Dictadura argentina, que pedía (a todo el que necesitara hacer un trámite) el certificado de antecedentes penales que expedía la Policía: una vez en la comisaría, los opositores políticos o quienes estuvieran en sus listas eran encarcelados. Caer en la trampa, una y otra vez, por el papel con sello.
Sin embargo, los cineastas eluden la información que podemos encontrar en Wikipedia o en los diarios. Se centran en los vínculos humanos verdaderos, los diálogos de todos los días en torno a una cerveza de plátano, incluso los que parecen intrascendentes tras un cisma semejante. "Vengo a pedir la mano de su hija, mi hijo tiene buenas intenciones". ¿Cómo creerle al que hace veinte años estaba del lado de los que tenían como misión eliminar la posibilidad de que un bebé tutsi respirara el mismo aire que un hutu?
"El ciclo hutu-tutsi sigue su curso, dos pueblos enfrentados en una misma nación", concluían los autores del trabajo audiovisual Ruanda 100 días de horror, de Alfons Rodríguez y Nacho Carretero, que presentábamos en nuestra sección Planeta Futuro, hace unos meses: "Nadie habla. Nadie confía en nadie", explicaban.
Este documental deja que un pequeño rayo de luz se cuele iluminando dos o tres vidas, sobre un pequeño poblado, dos o tres encuentros, una historia de amor, y un alivio pequeño, el que puede proporcionar el ritual de enterrar a nuestros muertos.
'A place for everyone' ("Un lugar para todos") de Angelos Rallis y Hans Ulrich Goessl.
El miedo suele cambiar de bando cuando estas guerras sucias acaban. Empequeñecen los cuerpos antes férreos de los vencedores del machete. Hay, en 'A place for everyone', una secuencia de una potencia arrolladora que es la del encuentro en la cárcel entre la hija de una víctima y el asesino de su madre. Por unos momentos, contenemos el aliento con ella, y hasta presenciamos cómo se 'achica' el hombre de todas las muertes que antes fue gigante.
La cita con el verdugo alivia, y de esto pueden dar cuenta los familiares de muchos muertos del mundo, entre ellos, los familiares de las víctimas de ETA que, en España, se entrevistaron con los que mataron a sus padres o hermanos. Hay información por pedir sobre sus últimos momentos de vida, preguntas mudas que por fin encuentran cauce.
También alivia saber de los restos de nuestros seres queridos, conocer su destino y darles una sepultura digna. De eso también habla con elocuencia la película, de la necesidad del ritual de la despedida, de cuánto ayuda a continuar el poder saber dónde están nuestros muertos, ir a su encuentro, empezar a curar/se.
'A place for everyone' ("Un lugar para todos") de Angelos Rallis y Hans Ulrich Goessl.
Tan humana y, por tanto, ineludiblemente universal, la reflexión de este documento fílmico cuyo valor es el de acercarnos a la lejana Ruanda y llevarnos hasta nosotros mismos, a la orilla de nuestras Historias, con mayúsculas, las de nuestras sociedades de muertos aún en las cunetas. Desenterrar y cicatrizar.
Próximos pases, para estar atentos: Gdansk Docfilm Festival y RAI International Festival of Ethnographic Film, en junio.
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