Las mujeres que amaron a Pertegaz
El diseñador, fallecido el pasado agosto, nunca abandonó a la clientela que lo aupó en sus inicios. Ahora ellas, integrantes de la burguesía catalana, le recuerdan
Manuel Pertegaz tuvo algo de visionario cuando se instaló en 1942 en Diagonal, de la que ya no se movería. Por entonces, el dinero todavía no había completado su escalada hacia los barrios altos de Barcelona y los modistos y las tiendas de lujo, como Santa Eulàlia, se ubicaban más cerca del centro. El aragonés, que llevaba desde los 13 años aprendiendo el oficio en la sastrería Angulo, abrió su propio taller con solo 24 y lo hizo bien cerca de la que sería su clientela natural.
Aunque más tarde su apellido se haría conocido entre el gran público gracias a las licencias con las que comercializó perfumes y complementos de precio medio, el modisto, fallecido al pasado agosto a los 97 años, nunca dejaría de confeccionar alta costura para las familias que le auparon en sus inicios. Ese cogollo de la burguesía catalana le homenajeó esta semana con un acto en el Círculo del Liceo, el club privado al estilo británico que sirve desde 1847 como discreto lugar de encuentro del poder económico barcelonés.
Allí se expuso una veintena de trajes que cubrían casi toda la carrera del modisto, desde los 40 hasta los 90, cedidos por socias del Círculo como Mercedes Arnús, Elisalex Lowenstein, marquesa viuda de Serdañola, Dinath de Grandi de Grijalbo, May Rivière y la recientemente fallecida Margarita Rivière, que legó al fondo de la fundación Antoni de Montpalau un minifaldero vestido verde de los 60, un ejemplo de “alta costura juvenil”, como solía decir la colaboradora de EL PAÍS, que conoció bien al diseñador. Según Josep Casamartina, historiador y director de esta fundación, que acumula más de 6.000 piezas de costura y prêt-à-porter procedentes de donaciones privadas, las mujeres de las familias Rivière y Gil de Biedma fueron de las primeras en confiar en el joven Pertegaz. Pero sería otra clienta quien le convertiría en el modisto preferido de ese microcosmos entrelazado por varios siglos de pactos y matrimonios estratégicos. Bibis Salisachs le encargó su traje de novia cuando se casó en 1955 con Juan Antonio Samaranch y el vestido causó sensación. Coqui Malagrida, experiodista y tercera generación de clientas de Pertegaz, lo recuerda perfectamente: “Era el primer traje de novia con abrigo incorporado, porque se casaron en diciembre. Tenía corte princesa y manga caída. Llevaba la cola en el abrigo, un escote redondo y tres grandes botones en el pecho”. ¿Se copió mucho? “No, que va. Nadie se atrevió. Había que tener mucho allure para llevar bien un vestido así y Bibis lo tenía”.
No se plagiaría pero sí le supuso al modisto un enorme golpe de impacto que le ayudaría a afianzarse también en Madrid, donde tenía taller desde finales de los años 40. Unos años después, en el 61, Pertegaz firmó otro traje de novia que le daría mucho más eco popular, el de Carmen Sevilla, novia de España, y de Augusto Algueró. Su carrera también se cerró simbólicamente con un histórico vestido de novia, el de Letizia Ortiz. Para Casamartina, sin embargo, ese vestido con el famoso cuello chimenea no es representativo del estilo del creador. “Dos años antes hizo otro vestido de novia para una clienta catalana que era mucho más sencillo y genial”, apunta.
Pertegaz no tuvo, a decir del historiador, un estilo tan reconocible como Balenciaga, la gran sombra que se proyectó siempre por encima de su cabeza, o Pedro Rodríguez pero sí fue hábil a la hora de leer el signo de los tiempos. “Él era muy del último grito –comenta– y más que en lo que hacían las grandes casas de París se fijaba en el cine. En los 40 hizo varios trajes inspirados en el de Rita Hayworth en Gilda porque las señoras más atrevidas lo querían. O para las queridas –dice, bajando mucho la voz– que a veces también compraban alta costura”.
En los años sesenta, Pertegaz supo inventarse algo así como el lujo yeyé. Se acercó al estilo rompedor y minifaldero que traían las firmas pujantes como Courrèges pero sin abandonar cierto aire de propiedad burguesa, que se dejaba notar en los tejidos, muy ricos, y en los acabados. Consideraba, por ejemplo, que las cremalleras en la espalda de los vestidos eran vulgares y prefería colocar dos a ambos lados del cuerpo y siempre invisibles, de manera que el traje quedase mejor ajustado al cuerpo.
Muchas de las asistentes al acto confesaban que han dado varias vidas a sus pertegaces. La uruguaya Dinath de Grandi llevaba puesto el traje pantalón que se puso en su propia boda con el editor Juan Grijalbo hace más de 30 años. Malagrida explica que llevó hace poco a un evento en Francia el sombrero que su madre se hizo en el taller de Pertegaz para el enlace de don Juan Carlos y doña Sofía en Atenas. El conjunto completo, en piqué blanco con un cuerpo de gasa y organza, es de los pocos que no ha cedido a la colección Montpalau, a la que ha legado unas 15 piezas de alta costura que ahora cuelgan en la sede central de Sabadell, convenientemente archivadas como reliquias de otra era. Aunque, bien mirado, quedan lugares, como los salones del Círculo del Liceo, en los que esta era se parece mucho a aquella.
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