Tras la marcha de Yolanda
Filipinas sigue reconstruyéndose Las nuevas viviendas, construidas con medios precarios, no aguantarán el próximo tifón
"¿Has oído que se acerca un tifón a Manila?". Y me lo dice así, sin anestesia, a la hora de la cena. Como quien pide que le acerquen el pan o comenta que la sopa está salada. Tras verificar que no es broma y terminar de sentarme en la silla con cuidado, comprendo que debo de estar yo entendiéndolo mal:
"Disculpa, Claudia, pero... ¿qué significa exactamente typhoon (tifón, en inglés)?". Claudia, profesora en el colegio filipino donde me alojo, me mira como si yo fuese un poco idiota y, sin contestar, prosigue con su cena. Lo que no adivina ella es que tifón significa cosas muy distintas para un español y para un filipino. Para mí, tifón es esa catástrofe que aparece en el telediario, cada tres o cuatro años, acompañada por la cifra de sus víctimas. Para ella, tifón es un verdadero incordio que sucede más de 20 veces al año, sobre todo durante la estación húmeda, que coincide con nuestro verano. De hecho, en las escasas cinco semanas que pasé en Cebú, pude sobrevivir a cuatro tifones seguidos: además de Glenda (o Rammasun, como se lo conoció internacionalmente), pasaron Henry, Inday y José. En Filipinas, los tifones son tan frecuentes que los rebautizan alfabéticamente. Y cada año estrenan abecedario. Por eso, en noviembre de 2013, fue Yolanda con Y la que asoló estas islas. Precisamente, ese mismo año, los filipinos dieron la vuelta entera al abecedario.
Solo algunos de estos fenómenos naturales son realmente destructivos y solo algunos de ellos acaban en las pantallas de medio planeta. Para los colegios como en el que me alojaba, las estaciones meteorológicas tienen un protocolo de tres niveles que indica qué niños pueden o no asistir a clases según la intensidad del tifón: con un nivel 1, los preescolares se quedan en sus casas. El nivel 2 da vacaciones a los colegios y el nivel 3 afecta hasta a las universidades. Precisamente porque un nivel 3 implica que esos centros educativos, si se encuentran en un lugar seguro, se utilizarán como centros de evacuación.
"Tenemos el pabellón deportivo para la gente que viene de la costa. Pero, después de Yolanda, estamos construyendo algo más grande", explica Claudia. Siempre pendiente de las noticias de la estación meteorológica, ha asistido a los desplazados durante muchas de estas evacuaciones ya y no parece revivir nada especialmente dramático. Aquí tienen suerte: el colegio es de ladrillo, está bien cimentado. Ella no se asusta como yo cada vez que oye la palabra typhoon.
Pero la normalidad tampoco implica sosiego. En este país, cientos de miles de personas tienen que salir precipitadamente de sus casas, al menos, una vez al año. El más grave de 2014, Glenda, obligó a evacuar casi tres millones de personas en la región norte del archipiélago. Esta vez sólo hubo 195 muertos porque los protocolos de seguridad funcionaron a tiempo y de manera garantista. La cifra puede parecer una locura, pero ese "sólo" se entiende cuando se pone en contraste con las más de 10.000 víctimas de Yolanda. Muchas más, según me cuenta Claudia, ya que la mayoría de los afectados ni siquiera estaban censados.
A ojos de un occidental, cuesta entender la magnitud del desastre y cuesta entender la dificultad para conocer su alcance. Hasta que los ojos de un occidental se encuentran con el modo de vida de la inmensa mayoría de la gente en estas islas: casas casi de cartón, de contrachapado en el mejor de los casos, pegadas a la orilla del mar o incluso invadiéndolo en muchos casos. Familias con demasiados miembros conviviendo en espacios demasiado pequeños, demasiado precarios, sobre un suelo que ni siquiera es suyo y que, por supuesto, nunca ha sido planificado. A ojos de un occidental, cuesta entender que la mayoría de la gente de un país viva en lo que él llamaría chabolas, sin más recursos que los que gastará hoy.
El tifón Yolanda se anunció a través de los medios filipinos como una marejada
Cuando Yolanda arrasó, el tifón se anunció a través de los medios filipinos como un storm surge (marejada). Y esa gente, pegadita a la costa, no entendió que el peligro procedía directamente del mar. Los hombres de cada familia se quedaron junto a sus casas queriendo proteger sus pertenencias al otro lado del contrachapado. Y el mar se lo llevó todo.
Un año y medio más tarde, las palmeras aún parecen señalar la dirección por donde avanzó la ola con las ramas que les quedan. En los troncos partidos, los que no sobrevivieron, vuelve a brotar el musgo y toda clase de epifitas. Se distingue fácilmente la nueva vegetación. Todo renace sobre la anterior capa caída sin llegar a ocultarla del todo.
Lo mismo sucede con las casas. Las telas plásticas que distintas organizaciones internacionales llevaron a Filipinas para alojar a los supervivientes como tiendas de campaña hoy recubren los maltrechos techos de las casas. En Leyte, una de las islas más afectadas, el colegio nuevo de Libongao se levanta gracias a donaciones extranjeras sin que nadie piense en un presupuesto para retirar las ruinas del viejo. En Tungkop, los pescadores, ahora sin barco ni oficio, intentan levantar un dique con las piedras que encuentran y el hormigón que logran sisar: un dique artesanal que les proteja del mar. Cada cual repara su pared caída, rehace el dormitorio, reconstruye sobre los escombros usando lo que encuentra.
Casas demasiado débiles
También así se explica que con una pequeña ayuda sea posible llegar a tanta gente. En 2014, Madreselva, la ong con la que colaboro, realizó varias donaciones de 3.000 euros (recaudadas mediante ) con el objetivo de ayudar a seis familias en cada ocasión. Pero lo cierto es que, una vez en Leyte, Sister Jessica (la misionera salesiana encargada de gestionar los proyectos) me confiesa que las familias auxiliadas son muchas más, del orden de 30. Cada una recibe únicamente cinco paneles de contrachapado y cinco piezas galvanizadas para el techo; las más afortunadas, también una pequeña ayuda para contratar a un carpintero. Las casas así reparadas tampoco soportarán el próximo tifón pero, según me explica la hermana Jessica, “las casas de cemento también son más caras de reparar… y de otro modo, la ayuda no llega para todos”.
Cada casa se remienda sobre el esqueleto de la anterior. No hay borrón y cuenta nueva. Cada cual se recoloca, con sus heridas, para poder seguir adelante. Aún quedan desaparecidos. Aún hay cadáveres bajo los escombros, bajo los barcos que nadie podrá desanclar de la costa. Quedan muchos heridos buscando un nuevo trabajo con su nueva minusvalía. Pero el sol sale y el objetivo es sobrevivir cada día. El objetivo es aguantar, otra vez, hasta el próximo tifón.
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