Tragedia griega en clave europea
El euro peligraría si un país pudiera incumplir las reglas a voluntad y sin consecuencias
Las negociaciones de Grecia con el Eurogrupo siguen estancadas. Los comentarios son innumerables, pero siempre desde dos perspectivas que considero parciales. La primera, desde la crítica política y económica a la austeridad fiscal. El ajuste ha fracasado, se dice con una cierta ignorancia de los ciclos económicos y de la coyuntura griega. Ha condenado al país a una recesión evitable, como si la culpa de la caótica situación fuera de la troika y del programa de asistencia financiera. Se mezclan argumentos económicos, los errores de cálculo de los multiplicadores fiscales han subestimado el impacto recesivo, con otros más políticos, un país no puede vivir permanentemente en estado de shock y el ajuste solo ha servido para empujar a la población a soluciones populistas. La segunda línea argumental descansa en el más puro nacionalismo, un pueblo tiene derecho a elegir a sus gobernantes y sus políticas económicas; y sus socios están obligados, por lealtad y solidaridad, a aceptar sus decisiones democráticas. Como si la lealtad institucional solo se aplicara unidireccionalmente o el gobierno griego anterior fuera ilegítimo. Ambas perspectivas son erróneas porque ignoran que Grecia forma parte voluntariamente de la eurozona. Un proceso político sin precedentes, no sólo, ni principalmente, económico, en el que un gran número de países europeos, libre y democráticamente, aceptaron renunciar definitivamente a parcelas crecientes de su soberanía para compartir una moneda común. Un proceso de cesión de soberanía nacional que se ha intensificado precisamente como respuesta a la crisis.
Una unión monetaria que aspire a ser sostenible tiene que ir más allá de un simple sistema de tipos de cambio fijos. Esa es la opinión prácticamente unánime de los economistas, al menos desde la crisis de Argentina y su abandono de la paridad fija con el dólar. Pero todavía sobreviven en la opinión pública, política y académica distintas concepciones del grado de integración necesario. Podemos simplificar diciendo que hay dos versiones dominantes al respecto. Para unos, los que llamaremos federalistas, una unión monetaria y bancaria sólo es sostenible si va acompañada de una unión fiscal, económica y social. Una unión fiscal, que en su versión purista requeriría tres cosas: un presupuesto europeo con capacidad de estabilización suficiente, un activo europeo libre de riesgo —un bono europeo— y un tesoro europeo. Una unión económica con mayor coordinación de las políticas nacionales, incluyendo mecanismos de decisión federales, un Eurogrupo permanente con staff propio, y cesiones adicionales de soberanía en política estructural. Y una unión social, porque en ausencia de perfecta movilidad del factor trabajo, plena portabilidad de pensiones y prestaciones sociales y estándares laborales armonizados, el desempleo podría enquistarse localmente en niveles explosivos.
Para otros, los que llamaremos confederalistas y algunos ridiculizan como germanófilos, la cuestión central está en cómo compaginar las imprescindibles reglas comunes con la responsabilidad individual de cada país miembro, cómo proveer de una red de seguridad a los distintos socios sin que esta red anule la voluntad de reforma, cómo crear un sistema efectivo de incentivos y sanciones que induzca a los Estados miembros a no repetir políticas económicas equivocadas. Pero no cabe ignorar que en esta unión confederal, las crisis bancarias y soberanas, las reestructuraciones y quitas de deuda, serían necesariamente más frecuentes y por tanto los diferenciales de deuda mayores a los actuales.
Lo importante es que ambas perspectivas coinciden en una cosa: la unión monetaria no es sostenible sin cesiones de soberanía fiscal, sin reglas comunes y sin mecanismos efectivos para hacerlas cumplir. Por eso el gobierno Tsipras ha equivocado sus planteamientos. Porque ha hecho de la renegociación de la deuda y de la no continuidad del programa de asistencia financiera cuestión de soberanía nacional. No se trata de hacer patria ni de sacar pecho con los triunfos electorales, sino de entender que todos los países del euro, todos y no solo los deudores, tienen su soberanía fiscal compartida. No solo sucede, como se ha recordado estos días que si un país quiere ser independiente no puede deber dinero a nadie, sino que además en una unión monetaria con pretensiones de permanencia hasta los acreedores son dependientes, tienen su soberanía limitada por las reglas establecidas. Ni la todopoderosa Alemania es plenamente soberana y ha tenido que aceptar con cierta frecuencia decisiones del BCE que considera lesivas a sus intereses. Pero no ha roto la baraja. En este principio básico no se puede ceder sin poner en peligro el edificio común. Por eso el acuerdo será imposible sin un cambio fundamental en la posición griega.
Tsipras se ha equivocado al plantear la negociación con Europa como si fuera el Fondo Monetario Internacional
Las reglas comunes que nos hemos dado entre todos, según los mecanismos de decisión legítimamente acordados, se tienen que cumplir. Un gobierno nacional, por mucho apoyo popular que tenga, no puede cambiarlas unilateralmente. Puede y debe intentar cambiarlas si cree que son equivocadas, pero respetando los procedimientos establecidos, con las mayorías exigidas en los Tratados correspondientes. Y mientras tanto, cumplirlas. En este caso, las reglas son claras: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, el Pacto Fiscal y el Programa de Asistencia Financiera con la Troika. A las que cabría añadir las decisiones del BCE, en uso de su legítima autoridad federal, que se refieren a las condiciones de acceso de los bancos europeos a la liquidez de último recurso y al programa de compra de bonos públicos. La sostenibilidad del euro estaría en entredicho si un país, sea deudor o acreedor, Grecia o Alemania, incumpliera las reglas a voluntad y no tuviera consecuencias. Y el efecto contagio inmediato y de magnitud imprevisible. El problema del gobierno griego es medir las consecuencias internas de una eventual salida del euro. El problema de los líderes europeos no es ése, ni siquiera simplemente estimar la probabilidad de contagio a otros países, sino calcular qué pasaría si Grecia se queda después de haber rechazado la mayoría de las decisiones adaptadas por la Eurozona en el camino hacia una más perfecta unión bancaria, fiscal y económica.
El gobierno griego se ha equivocado al plantear la negociación con Europa como si estuviera negociando el pago de la deuda externa con el Fondo Monetario Internacional, agitando incluso a las masas en la calle en el más puro estilo peronista. Porque, para empezar, no es deuda en moneda extranjera, sino en lo que dicen quieren mantener como moneda propia. No es tampoco deuda contraída por un gobierno ilegítimo sino por un gobierno tan democrático como el actual y con una mayoría electoral no menor. Ni es un programa impuesto por una potencia extranjera, sino negociado en condiciones muy ventajosas y acordado entre socios confiables, miembros todos de una Unión Política que aspira a ser permanente.
Tiempo habrá para discutir el contenido concreto de las políticas económicas de la eurozona. Tiempo que espero aprovechar personalmente para argumentar que la mezcla de ajuste interno y financiación condicionada funciona si se aplica con perseverancia y rigor, como han demostrado España e Irlanda. Tiempo tendrá el gobierno griego para renegociar el contenido concreto del siguiente programa de ajuste que inevitablemente habrá de tener si es su deseo mantenerse como socio leal y permanente de la eurozona. Tiempo que no tiene para cambiar radicalmente de enfoque si quiere evitar una crisis bancaria y la imposición de controles de capital a la chipriota o la introducción de un medio de pago local al estilo de los patacones argentinos. Porque no estamos ante una cuestión de soberanía, sino ante la necesidad de entender y aplicar la cesión de soberanía fiscal, y no solo monetaria o bancaria, que implica una Unión Monetaria Europea con voluntad de permanencia.
Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor en IE Business School
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