Democracia en riesgo
Podemos ha transformado la indignación en opción política. Para los que mandan, es intolerable

Hace tiempo que un profundo malestar recorre Europa. Ahora Syriza ha conseguido llevarlo al poder. Un salto cualitativo que rompe el oligopolio partidista que gobierna a los países europeos. El discurso oficial divide a los partidos en dos: los de gobierno y los radicales. Es radical toda organización que pretenda entrar en el reparto del poder político, cómo si el hecho de poner en duda la hegemonía de los grandes partidos fuera ya una enmienda a la totalidad del sistema. Todo régimen político es una forma de organización del poder y de ejercicio del control social. Pero si algo debería distinguir a la democracia es su capacidad de inclusión y su incompatibilidad con el monopolio del mando. El ingenio democrático que debería controlar los abusos de poder está gripado.
El malestar que se expresa a través de nuevos partidos y con un crecimiento del movimiento asociativo, tiene evidentemente causas económicas. La crisis no sólo ha provocado grandes fracturas sociales sino que ha revelado enormes inequidades. La desigualdad ha alcanzado tal magnitud en los países ricos —y en España, especialmente, a pesar de la negativa del gobierno a reconocerlo— que se está viendo como una amenaza para el bienestar y el progreso. El propio Obama la ha puesto en el primer lugar de su agenda política. La desigualdad forma parte de la naturaleza del capitalismo, pero, como todo, tiene su punto catastrófico. Y ya se ha alcanzado con grave riesgo para la democracia. El malestar ciudadano no es sólo una cuestión económica, es también una cuestión política: urge la regeneración democrática. Podemos y otros movimientos están robando el control de la palabra a los partidos tradicionales, que se niegan aceptar que no sólo de economía vive el hombre, que hay que abrir el juego porque nadie tiene que sentirse al margen, y que la batalla de la opinión requiere ideas, no basta con el discurso del miedo.
El corporativismo de los grandes partidos y el lamentable espectáculo de las redes clientelares de corrupción nutren el discurso crítico. Pero no estamos ante movimientos que pongan en cuestión el sistema, no hay horizonte revolucionario en perspectiva, hay simplemente fatiga y rechazo de unos partidos muy enquistados, del secuestro de la política por el discurso de los expertos y de la disolución de la democracia en la promiscuidad entre política y dinero. No se trata de grandes utopías (el nihilismo hoy está del otro lado, de los que creen que todo les está permitido). Se trata simplemente de defender la dignidad de los ciudadanos: de que se reconozca su voz. La singularidad de Podemos es que ha osado transformar la indignación en opción política y decir: "vamos a ganar". Para los que mandan, es intolerable.
El peligro para la democracia no radica en los partidos emergentes, sino en la resistencia de los institucionales a ceder poder y abrir el juego. Con el modelo bipartidista, en la democracia cada vez caben menos.
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