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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Auténticos hombres de partido

Los políticos consideraron muy pronto que el ‘honest graft’ estaba justificado para fortalecer sus maquinarias

Soledad Gallego-Díaz

La expresión honest graft fue inventada por un político norteamericano de principios del siglo XX, George Plunkitt, un legendario jefe de la maquinaria demócrata en Nueva York, y se podría decir que ha marcado la vida de los aparatos de los partidos políticos y de muchos de sus dirigentes, en muchos países, durante muchísimo tiempo. Honest graft viene a significar algo así como “corrupción legítima”, la creencia de que es razonable aprovechar las oportunidades de hacer dinero que surgen cuando se ocupa un cargo público.

Plunkitt compraba terrenos a un precio y los vendía al cuádruple, generalmente para la construcción de edificios públicos. “Deshonesto hubiera sido influir para que esos edificios se construyeran en esos solares y yo nunca acepté sobornos. Simplemente, supe combinar el interés público con el interés de mi partido y el mío propio”, explicó. Por supuesto, Plunkitt era lo que hoy se llamaría un “auténtico hombre de partido”. Como él mismo escribió: “Este es un glorioso país construido por los partidos y no pueden mantenerse unidos y fortalecerse si no recompensan a sus militantes y penalizan a los que van por libre”. Puede parecer malo, concedía, pero es la mejor alternativa. Partidos y maquinarias políticas muy potentes, que manejan dinero y que permiten el honest graft, son necesarias.

Este puede muy bien haber sido el problema con los partidos en España. Desde el primer momento, sus dirigentes creyeron que el honest graft estaba justificado para la construcción de maquinarias fuertes, capaces de recompensar a sus seguidores y de castigar a quienes pretendían ir por libre. Estaba justificado porque esas maquinarias servían también a los intereses de este “glorioso país”, proporcionando estabilidad. Los dirigentes en las cúpulas, que posiblemente no aceptaban sobornos personalmente, miraban con cinismo el enriquecimiento de quienes hacían coincidir sus intereses con los de su partido.

Estalló la crisis y esa noción de “intereses compartidos” y de “corrupción legítima” saltó por los aires

Mientras la sociedad española experimentó un crecimiento económico sostenido, y especialmente durante la burbuja de 1996-2008 (todo el periodo Aznar y primer mandato de ZP), ese cinismo caló también en la opinión pública, como no había pasado en la etapa González, cuando todavía las acusaciones de corrupción exigían consecuencias inmediatas. La sociedad en su conjunto no se corrompió (no lo está aún ahora), pero miró distraída el enriquecimiento de políticos y de maquinarias partidistas, sindicatos e instituciones variadas, porque, de alguna forma, les hacían ver que compartían intereses. Estalló la crisis y esa noción de “intereses compartidos” y de “corrupción legítima” saltó por los aires, permitiendo ver el alcance brutal que habían alcanzado esos mecanismos y las muchas ocasiones en que había pasado a ser “corrupción deshonesta”. El PP, que había gobernado durante la mayor parte de la burbuja y había dispuesto de una autopista por donde se movían los agentes que combinaban la financiación del partido con la suya propia, estaba atrapado. Lo estaban prácticamente todos sus altos cargos orgánicos, conocedores necesariamente de esos tinglados o, como ha definido el juez Ruz, beneficiarios “a título lucrativo”.

No es nada extraño entonces que un partido y un presidente del Gobierno que fue nombrado vicesecretario general del PP por primera vez en 1989 —y que habían obtenido una de las mayorías absolutas más impresionantes de la democracia española— fueran totalmente incapaces de hacer frente a la nueva situación.

El progresivo y continuo desvelamiento de tramas corruptas (que actuaban en interés del partido, combinándolo con otros intereses) despertó la irritación de unos ciudadanos que, además, hacen frente a un reparto de los costes de la crisis muy poco compartido. De nada sirve que el presidente acuda al Parlamento con una lista de decenas de medidas anticorrupción. Hasta los romanos sabían que “en el Estado en el que la corrupción abunda, las leyes son muy numerosas” (Tácito). Un puñado bastaría, si existiera realmente la posibilidad de explicar lo ocurrido y de provocar un cambio radical en el funcionamiento del Partido Popular. Pero nada de eso está al alcance de Mariano Rajoy.

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