Helena Rubinstein, el poder de la belleza
Una exposición en el Museo Judío de Nueva York explora el universo estético e intelectual de la magnate que quiso liberar a la mujer democratizando la cosmética
En 1955, Helena Rubinstein había conseguido que, prácticamente, todo artista con cierto nombre la retratara. Warhol, Dalí, Man Ray, Marie Laurencin, Graham Sutherland, William Dobell… Son sólo algunos de los que aceptaron pintar a esta mujer de barbilla erguida y pelo negro recogido en un moño estirado que acentuaban su poderosa personalidad.
Aquellos óleos, fotos o dibujos con su imagen eran la representación de una aplastante seguridad en sí misma, la promoción de su individualismo y autodefinición que, predicaba, toda mujer debía ejercer para alcanzar su libertad. Eran, de hecho, un recuerdo de una independencia por la que había luchado desde que salió de su Polonia natal huyendo de un matrimonio de conveniencia. Eran la imagen de un gran ego, el de “la primera millonaria hecha a sí misma, un icono global de emprendedurismo femenino y una líder de moda, diseño y filantropía”, como recuerda Mason Klein, el comisario de Helena Rubinstein: Beauty is Power (La belleza es poder).
El Museo Judío de Nueva York reivindica su nombre e influencia que creen olvidados y explora por primera vez en esta exposición el universo artístico y estético de Helena Rubinstein a través de más de 200 objetos: desde los retratos, a su vestuario (Elsa Schiaparelli, Poiret…), sus primeros anuncios, productos cosméticos y su amplísima colección de arte.
Beauty is Power es el eslogan que Rubinstein eligió para el anuncio de su primer producto, la crema Valaze, que empezó vendiendo en Australia, adonde llegó en 1896, y con la que fundó un imperio cosmético mundial. Durante el cambio de siglo, el maquillaje estaba solo asociado a actrices y prostitutas, sin embargo, Rubinstein estaba convencida de que los productos cosméticos eran la manera que tenía la mujer de transformarse, de elegir su identidad y afirmar su libertad. La belleza era poder para ella. Y aunque murió, en 1965, antes de que las nuevas feministas lo pusieran en duda y consideraran el maquillaje una manera de convertir a la mujer en objeto, Rubinstein se reafirmó cuando, al instalarse en Nueva York en 1915, conoció a las sufragistas que se pintaban los labios de rojo como símbolo de emancipación.
“La subjetividad se da hoy por hecha”, dice Klein. “Pero el sentido de individualidad e independencia que Rubinstein promovía era nuevo en el siglo XX. Dando la posibilidad a las mujeres de mejorar su aspecto y encontrarse a sí mismas como individuos, contribuyó a su empoderamiento”.
Por eso, los salones de belleza que tenía en Nueva York, Londres o París, no eran simples spas. “Los salones de belleza de Helena Rubinstein eran lugares donde no sólo se aprendía a mejorar el aspecto –dice Klein–, también se animaba a reconsiderar los estándares del gusto, a aprender sobre diseño, color y arte”.
Inspirada por los salones literarios europeos, Helena Rubinstein diseñaba sus centros estéticos como lugares de conocimiento. Así, supervisaba su decoración, colgando en sus paredes las obras de arte vanguardista que empezó a coleccionar en cuanto le llegó el éxito. “No era solo una mecenas de arte europeo y latino”, recuerda Klein. Miró, Braque, Picasso, Nadelman, Kahlo estaban entre sus adquisiciones. “También fue una de las pioneras en coleccionar arte de Oceanía y África”. Y, además, una enamorada de las habitaciones en miniatura, desde un salón barroco español a un estudio en Montmartre, que se pueden ver por primera vez en 50 años en esta exposición, junto a todos esos retratos que se obsesionó en encargar a todo artista conocido.
Durante décadas solo se le resistió un pintor, un amigo, Pablo Picasso. Decidida a conseguirlo, en 1955, Rubinstein se presentó en la casa del artista en la Costa Azul, y éste aceptó hacer algunos bocetos para un futuro cuadro que jamás pintó. “El teatro del rostro era su ocupación diaria, la aplicación de la personalidad, su negocio”, dice Klein sobre la pasión de Rubinstein por los retratos. 30 bocetos le hizo Picasso, una docena se ve en esta exposición: una radiografía perfecta de esa personalidad poderosa que Helena Rubinstein se construyó.
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