Lo accidental y lo sustancial
La monarquía parlamentaria debe ejercer sus funciones constitucionales sin intervención política activa. A Felipe VI le corresponde una labor de reconstrucción simbólica, hecha de ejemplaridad y transparencia
República o Monarquía: este dilema marcó algunos momentos cruciales en la España contemporánea y definió durante décadas culturas políticas enfrentadas e incluso incompatibles. Hubo varias maneras de ser republicano, pero la más habitual se vinculaba a la herencia de la revolución que en Francia había guillotinado a un Borbón, enemiga acérrima de aquel Antiguo Régimen que adjudicaba el poder a la Corona, legitimada por la Iglesia, y sostenía un orden jerárquico que presidía la aristocracia. La República, en cambio, equivalía a un sistema democrático que reconocía ciudadanos iguales y no súbditos, en el que se atendían los intereses del pueblo y el clero perdía su influencia. Para los puros importaban poco los acomodos entre Monarquía y liberalismo: se trataba de defender el progreso frente a la tradición. Si los monárquicos concebían la patria como un organismo decantado por la historia, los republicanos tendían a verla como una comunidad cuyos miembros ejercían en libertad sus virtudes cívicas.
Sin embargo, no siempre esas diferencias fueron tan nítidas, de forma que, en determinadas coyunturas, hubo gentes que transitaron del republicanismo a la Monarquía y viceversa. Por ejemplo, cuando a finales del siglo XIX, asentado ya el régimen constitucional de la Restauración, los gobiernos liberales recuperaron algunas conquistas democráticas del sexenio revolucionario anterior -como el sufragio universal masculino, la libertad de asociación y el juicio por jurados-, los seguidores de Emilio Castelar, expresidente de la Primera República, se integraron en el entramado oficial. Años más tarde, buena parte del liberalismo monárquico abandonó al rey Alfonso XIII, padrino de la dictadura militar del general Primo de Rivera, y abrazó la causa republicana para trabajar en formaciones moderadas. Uno de sus personajes más destacados, el exministro Niceto Alcalá-Zamora, liberal y católico, fue el primer presidente de la Segunda República.
En estos movimientos se condensaban actitudes que podríamos llamar accidentalistas. Es decir, que ponían en segundo plano la disyuntiva entre Monarquía y República, un accidente formal, para atender a la substancia del sistema político: si el régimen monárquico se abría para avanzar hacia la democracia, aparecían republicanos dispuestos a aceptarlo; mientras que si la Corona se resistía o se asociaba con soluciones autoritarias, solo cosechaba deserciones. La fuerza que mejor representó el accidentalismo democrático a comienzos del siglo XX fue el Partido Reformista, fundado por un grupo de intelectuales y políticos ligados a la Institución Libre de Enseñanza y al que se sumaron numerosos jóvenes profesionales. Toda una generación intelectual, la que se dio a conocer hace cien años, apostó —en palabras de su portavoz, José Ortega y Gasset— por "hacer la experiencia monárquica". Bajo la jefatura de Melquiades Álvarez y con personalidades como Manuel Azaña en sus filas, los reformistas no se cansaron de reclamar una reforma constitucional que arrebatara funciones al rey, diese la primacía al Parlamento y asegurara la libertad religiosa. Que hiciese de la Monarquía española una Monarquía parlamentaria como las de otros Estados occidentales: una República coronada.
Desde la Constitución de 1978, el monarca que se sienta en el trono carece de poderes efectivos
Aquellos hombres fracasaron en su empeño, pues el rey Alfonso decidió jugarse la Corona al respaldar al dictador. Llegó la Segunda República y con ella otras posiciones accidentalistas muy distintas, como las del catolicismo militante, que acataba las reglas del régimen republicano pero aspiraba a transformarlo de acuerdo con modelos corporativos. Cuatro décadas después, la necesidad de transitar de la dictadura a la democracia bajo Juan Carlos I hizo florecer otra vez el accidentalismo, encarnado ahora por socialistas y comunistas que habían mantenido viva la memoria republicana, pero se avinieron a un pacto constitucional: a cambio de restablecer la democracia, aceptaron la continuidad de la Monarquía, parlamentaria al fin. Como prometió Santiago Carrillo en el debate constituyente, “mientras la Monarquía respete la Constitución y la soberanía popular, nosotros respetaremos la Monarquía”. El rey Juan Carlos asumió, como sus colegas de otras casas reales europeas, funciones meramente simbólicas, adornadas con un papel moderador o arbitral poco definido. Por primera vez en España, quien se sentaba en el trono carecía de poder político efectivo y las posturas accidentalistas se veían justificadas por completo.
Hoy, el viejo dilema revive con insólita energía, gracias a las debilidades e incertidumbres que revela una coyuntura excepcional, la de la abdicación del rey. Felipe VI tendrá que bregar con el desgaste —tan rápido como explicable— experimentado por la Corona en los últimos tiempos, y para ello no contará con la legitimidad añadida que consiguió su padre al presentarse como adalid de la Constitución de 1978 frente a sus enemigos. En semejantes circunstancias resulta inevitable, y no solo en el ámbito de las izquierdas, preguntarse acerca de la conveniencia de recuperar las opciones republicanas o de ratificar el accidentalismo democrático. Cualquier respuesta debería ir acompañada de reflexiones que especifiquen qué se entiende por República y hasta qué punto cabría alcanzar las aspiraciones republicanas en el marco de la Monarquía parlamentaria.
Las opiniones expresadas a favor de un cambio radical en eso que la Constitución llama “la forma política del Estado” podrían resumirse en cuatro argumentos. El primero vuelve a identificar República y democracia y acusa a la Monarquía de no ser democrática. Un jefe de Estado elegido por los ciudadanos, o por sus representantes, disfrutaría sin duda de una relación más directa y permanente con la soberanía popular, aunque se expondría a mayores conflictos. Pero sigue sin aclararse en qué sentido impide la Monarquía parlamentaria, vigente asimismo en otros países de credenciales democráticas impecables, el desarrollo de la democracia española. Más relevantes serían, a estos efectos, el gobierno de la economía financiera o el comportamiento de los partidos políticos. Una segunda tesis bebe del republicanismo cívico, reflotado por los teóricos de la política como una alternativa a la democracia liberal que, en vez de basarse en la defensa del individuo, prefiere el cultivo de las obligaciones comunitarias. Tampoco parece que la Monarquía afecte a estos impulsos.
La Corona debe desconfiar de los que le piden
una intervención activa
en asuntos políticos
Un tercer postulado, con un contenido emocional intenso, reivindica la instauración de una República como un modo de reparar la derrota y la represión sufridas por los antifascistas en la Guerra Civil y la subsiguiente posguerra. El régimen democrático diseñado en 1931 —no digamos la actuación de sus partidarios durante la contienda— despierta aún tantas adhesiones como rechazos, por lo que sería difícil encontrar una fórmula política que, vaciada en su molde, obtuviera los acuerdos precisos para nacer y luego sobrevivir. Además, la Monarquía no imposibilita la actualización del programa de reformas que se exalta con su recuerdo, desde el fomento de la enseñanza pública hasta la igualdad de género y la redistribución de la riqueza.
Para terminar, hay quien piensa que una República abordaría con mejores augurios los problemas territoriales acumulados, lo cual es asimismo discutible. Más aún, los proyectos federales o confederales no tienen por qué chocar con una dinastía que ha convivido con una gigantesca descentralización política y que puede recurrir a sus títulos históricos para revestir de prestigio asimetrías y peculiaridades. La Monarquía parlamentaria no constituye pues un obstáculo insalvable para la mayor parte de los ideales republicanos.
De todo lo dicho se deduce que el accidentalismo democrático tiene todavía un camino que recorrer en España. Siempre que mantenga una actitud vigilante, que exija a la Corona el estricto cumplimiento de sus funciones constitucionales y que desconfíe de las voces que piden al nuevo rey una intervención activa en los asuntos políticos. Un monarca regeneracionista, enredado en los rifirrafes partidistas, se convertiría en un verdadero estorbo para el buen funcionamiento del sistema democrático. A Felipe VI le corresponde más bien una cuidadosa labor de reconstrucción simbólica, hecha de ejemplaridad y transparencia. De gestos —por ejemplo, en el terreno de la aconfesionalidad del Estado— que le permitan ejercer como cabeza de aquella República coronada que soñaron nuestros mayores.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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