A la porra la desigualdad
Ante el derrumbe del viejo orden mundial, reconforta saber que todavía hay personas cuya existencia transcurre plácida al margen de las turbulencias


No descubro las aceitunas esferificadas si digo que Occidente pasa por uno de esos movidones que los pensadores serios llaman “momento crítico”. Los ultras y los populistas arrasan en Europa, la clase media agoniza, el abismo entre los ricos y los mindundis se agranda, y Sandro Rey triunfa en ¡Mira quién salta! Uno ya no sabe si angustiarse, darse al Orfidal, teñirse a lo Rosa Díez o dejarse coleta estilo Pablemos, tal es el desconcierto ante el derrumbe del viejo orden mundial.
Por eso reconforta saber que todavía hay personas cuya existencia transcurre plácida al margen de las turbulencias. Gente para la que “desigualdad” es una incomprensible palabra en sánscrito, bantú o euskera, y que se pasa a Piketty por el forro del abrigo de visón. Pienso, por ejemplo, en las 150 personas que disfrutaron del famoso bufé de 18.000 euros en la prefectura de Asuntos Económicos del Vaticano durante la canonización de Juan Pablo II y Juan XXIII.
Dicen que el Papa está enfadado, aunque, muy en su línea, no ha tomado ninguna medida real que ponga en su sitio a los organizadores. Desde mi ferviente ateísmo, no alcanzo a entender tanto alboroto: como documenta la periodista Eva Celada en el libro Los secretos de la cocina del Vaticano, este país tan espiritual lleva toda la vida de Dios poniéndose como la Moñoño a comer, y sin reparar en gastos. Además, sólo por la escena transgresora y cuasi blasfema de las hostias servidas en vasos de cáterin, que tan bien habría encajado en La gran belleza, esta cuchipanda ya valió la pena.
Otra pareja supraterrenal inmune a los dramas de la crisis, la formada por Kanye West y Kim Kardashian, vino el fin de semana pasado a Europa a predicar con el ejemplo. El rapero y la millonaria se unieron en un megabodorrio dividido en dos fases: una en el palacio de Versalles y otra en la Toscana. En la primera, invitados como Lana del Rey o ese pergamino tensado y secado al sol que dicen que es Valentino se pusieron las botas a caviar y “cosas con mucha trufa”, según cuentan en TMZ.com. La segunda tampoco estuvo mal: acabó con una tarta nupcial que costó 5.000 euros, decorada con hojas de oro comestibles a razón de 50 el ejemplar.
¿Demasiado bling bling, o brilli brilli, como dirían en el Cuore? Es posible. Pero siempre podemos interpretar este derroche hortera como una bofetada a la austeridad. O como la escenificación de una actitud que una familiar lejana mía muy pija resumió en una frase legendaria: “Los pobres están bien, ¡pero son taaan aburridos!”.
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