Samuráis y kimonos
Entre todas las prendas singulares que no debemos descartar pese a su compleja utilización está el kimono. No, no se rían. Yo el mío lo tengo colgado detrás de la puerta del baño.
El kimono ha sido usado, además de por infinidad de japoneses, como es lógico, incluidos Toshiro Mifune, los siete samuráis y los 47 ronin, por grandes personajes occidentales de nuestro imaginario aventurero. Destaca entre ellos ese gran héroe que es el marino John Blackthorne, el protagonista de la tan voluminosa como popular novela de James Clavell Shogun, en la que los chicos de antes del manga, es decir de una cierta edad, más de Tojo que de Son Goku, aprendimos todo el poco japonés que sabemos –a excepción de “Tora, tora, tora”–. A Blackthorne le encarnó en la pantalla en 1985 (en una miniserie televisiva convertida también en película de cine) nada menos que el terso Richard Chamberlain, pos Pájaro espino (¡recuérdenme que hemos de hablar de esa sobria vestimenta que es la sotana!). A lo largo de las 12 horas de la serie, Chamberlain lucía, siempre con suma dignidad y conocimiento de la etiquette, una alucinante colección de kimonos, desde los más tradicionales hasta algunos ante cuya visión Mishima hubiera adelantado su harakiri.
Otros actores occidentales que han llevado bien el kimono son Tom Cruise en El último samurái y Keanu Reeves en, precisamente, el reciente remake de 47 ronin. Dejo de lado el gran papel cómico de Marlon Brando como el intérprete Sakini de La casa de té de la luna de agosto y a Sean Connery como James Bond disfrazado de pescador japonés (!) en Solo se vive dos veces, porque esta es una sección seria. Aprovecho para recordar que tanto Blackthorne como el personaje de Cruise, el capitán Nathan Algren, están basados en individuos reales, respectivamente William Adams, que fue hecho samurái por el shogun Tokugawa Ieyasu, y Jules Brunet, asesor militar francés del shogunato durante la guerra Boshin. Lo dicho: una sección seria.
Ofrecidos estos ejemplos, nosotros llevaremos siempre el kimono con seguridad, como si no hubiéramos hecho otra cosa en la vida que vestirlo, ver películas de Kurosawa y comer sushi. Es una buena prenda de interior sofisticada, para llevarla en casa e impresionar a las visitas, aparentando que nos han pillado en la intimidad (“oh, qué contrariedad, sayonara”); aunque nunca, remarco, nunca, lo usaremos con pantuflas. El calcetín está permitido siempre que sean los tradicionales tabi y calcemos los geta, las chinelas de madera.
En su imprescindible (para lo que nos ocupa) The book of the kimono, Norio Yamakaka (?) subraya que llevar bien tan notable prenda depende más de la naturaleza interior que del propio vestido. Aun así, haríamos bien en no confundir el kimono masculino con, por ejemplo, el kurotomesode, kimono formal para las mujeres casadas; por evitar malentendidos. Mi propio kimono, adquirido en un saldo en el Japón provincial profundo, cerca del castillo de Kumamoto, es de seda verde oscuro con un patrón decorativo discreto, aunque noble –sombras de la flor del ciruelo, creo–, y obi (cinturón) a juego. Alguno juzgará que parezco un samurái menor desechado de la rebelión Satsuma, pero difícilmente se atreverá a decirlo porque suelo añadir al conjunto mi afilada réplica de katana, que hay que ver cómo templa las sonrisitas.
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