Por qué nos gustan los videojuegos imposibles
¿Nos frustran las partidas demasiado difíciles o, por el contrario, nos estimulan? Todo parece indicar lo segundo. 'Game over'
Game over. “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Game over.
Quizás Samuel Beckett no pensaba en dar con los píxeles en el suelo cuando soltó esa cita empleada hasta la saciedad, pero de algún modo acertó. Tal y como sucede en la vida, siempre han existido videojuegos en los que ganar era imposible. Videojuegos, como Tetris, en los que más que triunfos existían niveles y tiempos de fracaso. La miga estaba en gestionar cómo se podían vencer las inclemencias que iban asaltando al jugador e intentar postergar la muerte un poco más.
Sin embargo, algunos articulistas aseveran que esa especie de masoquismo, estos chapuzones voluntarios en la realidad, triunfan cada vez más en el terreno de los pasatiempos tanto para consolas como para teléfonos y tabletas. El auge de esa manía del correctivo autoinfligido, de renunciar a operaciones de triunfo demasiado fáciles, está, por ejemplo, en el éxito masivo de juegos como Flappy Bird, en el que el jugador debía pilotar una especie de pajarraco cabezón que intentaba colarse entre los estrechísimos huecos que dejaban unas asediantes tuberías dinámicas inspiradas en las del universo Mario. Lo realmente irónico de Flappy Bird es que murió… de éxito. Ni siquiera su triunfo fue una verdadera victoria, ya que su creador, el vietnamita Nguyen Ha Dong, lo retiró del mercado sin especificar demasiado las presiones que había recibido (se ofrecían hasta 1.300 dólares por iPhones con el juego actualizado, se descargó hasta 50 millones de veces, surgieron infinidad de imitaciones y el tuit con el que anunció el cese de su actividad obtuvo 136.000 retuits). Hace unos días, de hecho, el vietnamita anunciaba a la revista Rolling Stone que se planteaba relanzar el juego, pero que sus fans deberían “tomárselo con calma”.
Hasta ese punto llegó el hambre de derrota en los jugadores. Un ponérselo difícil a uno mismo que recorre también, según un articulista del New York Times, el Donkey Kong Country: Tropical Freeze, juego anunciado con un eslogan tan retador como apologético: “Es muy, muy, muy, muy difícil”. ¿Demasiado? De hecho, la secuela de Dark’s Soul se anunciaba con un subtítulo aún más directo: “Prepárate a morir” y su empresa Namco gestiona una web donde ofrece un contador de las veces que alguien ha muerto en su creación (al momento de escribir este artículo, 4.500.445, aunque algunas webs recogen que ya se han superado los seis millones de caídos en batalla).
De hecho, el periodista y escritor (y tuitero audaz), Noel Ceballos, llegó a tuitear que ya había muerto tres veces jugando.
Recompensa en la vida real
Todo ese sufrimiento, ese aprender de los tropezones, puede no revertir en un éxito dentro del juego, pero sí en una mayor fortaleza para afrontar los problemas de la vida real. O eso dice la empresa Liberty Games, que ha encargado una infografía para vaciar de razón a todos esos padres que insisten en obligar a apagar los videojuegos (o para llenar de esa misma razón a los adultos que invierten tardes enteras en esa actividad).
El gráfico, quizás algo interesado pero que incluye algunas de las fuentes, recoge casi la equidad de jugadores y jugadoras y marca en un 20% los padres que lo usan con sus hijos para hacer algo de ejercicio. Añade, incluso, que contribuye en la agilidad de lectura de niños aquejados de dislexia y que estimula el cerebro. De hecho, pone ejemplos concretos: Call of duty puede ayudar a aguzar la vista y otros, los que exigen más movimientos, pueden evitar lesiones a los deportistas y suman vigor cardiovascular.
El rescate más difícil
Pero si existe una leyenda para los juegos prácticamente injugables, ésa es la del videojuego de E. T. lanzado al vacío en 1983. Programado a toda castaña al calor del éxito de la película de Steven Spielberg, Atari acabó colocando en el mercado millones de juegos impracticables en los que E. T., por mucho que lo pidiera de la forma más plañidera, no podía volver a casa. Más allá del empeño de los esforzados jugadores, caía una y otra vez en agujeros e ignoraba olímpicamente las órdenes enviadas desde el joystick.
Fue tal el desastre (el pufo alcanzó, según las malas lenguas, los 500 millones de dólares) que Atari quebró y enterró centenares de miles de copias en un desierto de Almagordo (Nuevo México). Desde entonces, el lugar se convirtió en un lugar de peregrinación, en una meca del despropósito. Y hace un año, aprovechando la nefasta efeméride del 30 aniversario de los hechos, unos cineastas lanzaron el proyecto de una película en la que se intentaba desenterrar ese tesoro. En el marco del reciente festival South by Southwest, los responsables del filme dieron el parte del proyecto. De hecho, en estos momentos deberían haber empezado las excavaciones. Todas esas copias enterradas como prueba de la perseverancia humana y de su amor algo masoquista por el fracaso.
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