La era de los pequeños salvajes
“¿Digo a la gente que ‘niños no’? ¿O someto a los clientes al llanto?”. Enseguida surgen los padres que reclaman el derecho a ir con su prole
Hechos producidos el sábado pasado en la Tate Modern de Londres. Un hombre y una mujer dejan subirse y jugar a su hijo en una obra del escultor minimalista Donald Judd valorada en millones de euros, como si estuviera en un chiquipark. La imagen es captada con el móvil por una galerista, que no sólo difunde la fotografía a través de Twitter sino que reprende a la pareja por su conducta. Respuesta de la madre: “No sabes nada de niños”.
Otros hechos acaecidos el sábado anterior en Alinea, uno de los restaurantes más caros de Estados Unidos. Una pareja acude al tres estrellas con un bebé de ocho meses, que no para de berrear durante toda la cena para cabreo del resto de comensales. El chef, Grant Achatz, tuitea: “¿Digo a la gente que ‘niños no’? ¿O someto a los clientes al llanto?”. El debate se desata, y enseguida surgen los padres que reclaman el derecho a ir con su prole a donde les salga de las partes.
Últimos hechos: el día de Reyes, comparto en la página de Facebook de El Comidista una foto de un cartel en un bar que dice lo siguiente: “Los niños asilvestrados y gritones serán vendidos a entidades procedentes de Marte para proyectos ultra-secretos en el campo de la experimentación genética”. Vuelven a aparecer papis y mamis indignados por la broma.
Vamos ahora con mi posición ante a estos tres sucedidos. En el primero, yo habría condenado a los padres a reparar cualquier desperfecto en la escultura, y además a estar viendo arte moderno en un museo durante 48 horas seguidas sin poder sentarse, en plan castigo corporal y psíquico. Sobre el segundo, pienso que en un local en el que pagas 250 euros por una cena no deberías soportar a niños dando la turra. O los dueños prohíben la entrada a infantes, o cuentan con un plan B para esta clase de situaciones: un cuartito para jugar, un pedagogo de guardia o el teléfono de Herodes. También pienso que hay que tenerlos cuadrados —o ser un poquito corto— para ir a comer a un establecimiento de este tipo con un crío pequeño, pero negaré haberlo dicho porque el sentido común está muy mal visto en estos días.
En cuanto al tercero, siempre he defendido que las personas que molestan al prójimo en los lugares públicos sean vendidas a los extraterrestres, especialmente si éstos practican alguna clase de exploración por vía rectal. Ahora bien, en este caso concreto, lo aplicaría antes a los papás que a los niños maleducados: al fin y al cabo, éstos son sólo las pobres víctimas de la indolencia de sus progenitores.
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