Banalizar la corrupción
Venga de donde venga, el dinero que se reparte entre los corruptos, no cabe duda de que el objetivo último es interferir en el funcionamiento ordinario de las Administraciones, buscando ventajas competitivas o una situación de privilegio para sus negocios frente a otros competidores o frente a la propia Administración. En las Administraciones, para corromperse, no resulta indispensable quererlo o tener una voluntad deliberada de cometer este delito. La corrupción se produce sin la presencia de la inteligencia y de la voluntad de los implicados, simplemente, sin esfuerzo, casi apaciblemente, basta con presentarse y asumirse como un engranaje del sistema, estando además satisfecho de ser un buen engranaje. Es lo que nos confirmaron las sentencias como la de Camps y la Malaya, el barullo de la Gürtel y Bárcenas, el feo asunto de los ERE, ahora Nóos o Aizoon, y las ya casi olvidadas como Filesa o Naseiro.
Todos los responsables pillados in fraganti banalizan la corrupción para relativizar la que ellos han protagonizado, pero en realidad esto exige aberrar de la propia conciencia, creándose la ilusión de que el corrupto controla el proceso completo: sintiéndose invulnerable por su pericia para conjurar los riesgos, porque las consecuencias son intrascendentes o porque no hay víctimas que reclamen; y además, al ser descubierto, suele creerse un ser superior, uno de los miembros más valiosos del grupo que no puede ser objeto de juicio o crítica por otros, que son inferiores. La falta de motivación para cumplir la legalidad se transforma en indiferencia afectiva hacia los demás, la ética pública se amolda a las exigencias del implicado y los más débiles, los administrados, solo somos meros espectadores.
En sentido contrario, para mantenerse al margen de la corrupción sí resulta imprescindible una actitud proactiva, en defensa de la legalidad, por parte de los empleados públicos que no queremos participar en esa actividad deplorable.— Luis Fernando Crespo Zorita.
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