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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Objeción de conciencia

Todo el que vote a favor de la reforma del aborto será responsable de su aplicación

Jorge M. Reverte

En agosto de 1938 se produjo en el seno de la República española una grave crisis política cuando el presidente, Manuel Azaña, se negó a convalidar con su firma un decreto que le presentó el presidente del Gobierno, Juan Negrín, por el que se sentenciaba a la pena de muerte a 52 reos franquistas acusados de graves delitos.

Cabe la posibilidad de que, tantos años después, al rey Juan Carlos I le pongan sobre la mesa una ley que condena a muchas mujeres españolas a la sumisión a un tribunal de hombres, unos con sotana y otros sin ella, para que acepten tener los hijos que no quieren aunque los concebidos tengan graves malformaciones.

Si desde el propio Partido Popular, a través de la rebelión de un número suficiente de sus diputados; si desde la sociedad civil, a través de la rebelión de un número suficiente de ciudadanos, no se impide que la descabellada ley Gallardón-Rouco llegue al final de su tramitación, podremos estar ante una situación que es de auténtica emergencia social. Solo el Rey podría detener la aplicación de la ley. ¿Cómo? Pues no firmándola, negándose a aceptar el gigantesco atropello.

¿Es eso imaginable? Ya pasó algo así. En Bélgica, en 1990, aunque por las razones inversas: Balduino abdicó durante 36 horas para no firmar la ley del aborto votada por la mayoría del Parlamento.

Las consecuencias de una negativa así serían de un calado enorme. El Rey, si se niega a una propuesta del Gobierno, se vería en la más difícil de las situaciones. Incluso tendría que abdicar al poner una presunta objeción de conciencia al mandato que se supone obligado.

Que un presidente de la República pueda dimitir se arregla con unas elecciones. Que un rey tuviera que abdicar por una razón como esa no se podría arreglar con su mera sustitución por el heredero, al que se le sometería al mismo dilema moral. Se abriría una crisis institucional de enorme envergadura.

Pero quizá valiera la pena.

Porque hay que pensar que todo el que vote esta ley será responsable de su aplicación. Rajoy y casi todos sus ministros (y ministras) fingen que la responsabilidad es solo del ministro de Justicia, pero salió del consejo de ministros sin que nadie haya dimitido. Es una ley de todo el Gobierno. Y será —si no lo remediamos— una ley de quienes la voten en el Parlamento. Y acabará siendo una ley del Monarca si la firma.

Eso pasa con todas las leyes, claro. Pero esta tiene la característica de que puede ser una herramienta eficacísima para hacer infelices a muchas ciudadanas de forma irreversible. El tiempo que dure en vigor será suficiente para provocar un daño gigantesco. Porque cada mujer que la sufra en su forma más extrema tendrá su vida destrozada en un 100%. Aquí no valen estadísticas de mayor muestra. Cada mujer es en este caso el mundo entero.

Debería estar claro. Todo aquel (y aquella) que la firme será enteramente responsable de lo que a muchos nos parece un crimen abominable.

Azaña no firmó.

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