Nelson Mandela
Cuando muere un personaje tan extraordinario, los historiadores solemos recordar que las biografías no son de una sola pieza. Muchos de los que suben a Mandela ahora a los altares, no hicieron nada contra el Apartheid, que duró de forma extraordinaria hasta comienzos de los años 90. Sus ideas y prácticas revolucionarias, con una defensa de la violencia frente a la segregación, nada tienen que ver con el almíbar con que ahora lo envuelven muchos medios de comunicación y demócratas de toda la vida.
Porque el Congreso Nacional Africano, establecido en 1923, estuvo durante más de dos décadas dominado por cristianos negros que esperaban que la élite política blanca disminuyera los efectos de la segregación racial a través de la negociación.
Cuando, desde finales de los años 40, se introdujeron las leyes raciales y el nacionalismo Afrikáner se radicalizó, esa estrategia moderada demostró su inutilidad. Y fue entonces cuando una nueva generación de jóvenes negros, con Mandela (nacido en 1918) a la cabeza, se dio cuenta de que la igualdad no la conseguirían a través de las concesiones de los blancos, sino por medio de la presión de los negros.
Como consecuencia de la masacre de Shaperville (marzo de 1960, con 69 manifestantes muertos por la policía), Mandela comenzó a dirigir la rama armada de la ANC. Fue encarcelado en 1962 y sentenciado dos años más tarde a cadena perpetua.
Tras 27 años en la cárcel, fue el primer presidente negro de Sudáfrica a los 77, un personaje clave en la transición desde un régimen represivo y racista a otro democrático y sin discriminación legal. Pero en los años 80, de tanto desarrollo y neoliberalismo, se estaba pudriendo todavía en la cárcel y tanto Thatcher como Reagan creían que era un peligroso terrorista.— Julián Casanova.
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